miércoles, 17 de julio de 2013

El intocable - Silvia Milos



Caía la noche y Arquímedes entró tiritando a su casa. Empujada por el viento la puerta se cerró violentamente. Adentro también hacía frío; por eso aseguró los postigones que sacudían las ráfagas heladas, encendió la estufa a kerosén y se frotó las manos delante de ella. Su hija Selena llegaría pronto de trabajar y entre los dos prepararían la cena; tal vez un guiso o algo sustancioso, ya verían.
Desde que Evelina se había ido, todo era improvisado; no lograba alejar esa desazón por su ausencia. Se había ido tan repentinamente como había llegado a su vida cuarenta años atrás. Aún podía recordar lo hermosa que era;. su belleza, robada por la muerte de una bofetada. Era verdad que la extrañaba, no le gustaba a su edad estar solo...A veces ella tenía algunas manías que lo alteraban y a menudo eran motivo de pelea. Una de las cosas que más detestaba era cuando Evelina lustraba las piezas del juego de ajedrez de onix verde y marrón. Él lo había ganado en un torneo, pero ella siempre lo hostigaba diciéndole que no era buen jugador; y siempre, cuando acababa de limpiarlo, cometía la torpeza de voltear al Rey con la franela.
¡ Cuántas veces apretó los dientes para no gritarle lo inútil y despiadada que era! Pero luego su bronca se iba apaciguando cuando ella le sonreía triunfante, como si le hubiera ganado descuidadamente la partida. Otra cosa que Evelina hacía en particular, era limpiar obsesivamente un espejo con agua avinagrada. Enorme y ovalado con un marco de madera tallada, dominaba el ángulo derecho de la habitación, y ella lo adoraba porque era una reliquia heredada de su bisabuela. Una vez mojado con la mezcla, lo secaba pacientemente con papel de periódico hasta que el cristal quedara totalmente impecable. El toque final se lo daba con su aliento; primero lo soplaba y luego lo volvía a repasar pacientemente con otra franela seca. Lo dejaba brillante, sin huellas; ni el detalle de las patas de una mosca se le escapaba.
Él sentía envidia del tiempo que Evelina le dedicaba a ese objeto. Ella hasta le había dado un nombre: El Intocable.
En cuestión de segundos el frío lo volvió a la realidad: la estufa se había apagado y no tenía más kerosén. Cuando llegase Selena, la mandaría a buscar otro bidón. Mientras tanto se pondría a ordenar un poco la casa que estaba hecha un desastre. Parecía que siempre llegaba demasiado tarde del club para hacerlo. Sólo limpiaba los fines de semana cuando su hija se quedaba para ayudarlo. ¡ Qué difícil se había vuelto todo sin Evelina ¡
Hasta ese espejo, que era su objeto consentido, se veía apagado tras el polvo y la grasitud. Después de todo era de ella y ya nadie se miraba en él. Se había vuelto inútil; sólo lo conservaba porque era como tenerla en parte a ella.
Una o dos veces un vecino suyo que era coleccionista, le había ofrecido una buena suma por él y había dejado permanente la oferta por si alguna vez cambiaba de idea.
Volvió a la habitación en penumbras y se detuvo frente al espejo. Su cristal estaba turbio como un río revuelto, turbio como sus pensamientos. Sopesó por un instante si realmente valía la pena quedarse con él; total nadie le reprocharía nada por venderlo. Es más, necesitaba el dinero: Ni su hija se opondría pues detestaba las “ cosas viejas” que su madre había amado. Era una idea, sólo eso ¿ Quién se daría cuenta? Por otro lado, Arquímedes guardaba la memoria de Evelina en otras partes, tal vez más insignificantes pero ciertas: Empezó a enumerarlas con los dedos: sus fotos, sus sábanas de algodón blanco bordadas por ella misma, su anillo de oro... No, ése ya lo había vendido la otra vez cuando Selena se había endeudado y el hipotecó la casa. Como ahora, justo igual.
Apenas llegara Selena le diría que lo llamara para concretar la venta. Estaba decidido.
Comenzó a colgar la ropa desparramada por la cama, incluso la que estaba tirada sobre el espejo que últimamente oficiaba de perchero. Cuando su vecino el coleccionista viniese a ver el objeto, al menos la habitación estaría más arreglada. Estiró un poco la colcha tejida al crochet, también hecha por sus manos laboriosas. En ese instante deseó que ella no lo viese desde arriba al concretar la venta... O tal vez hasta suponga que haga bien al deshacerse de él, y lo bendiga por ser tan práctico.
Dobló en dos el saco de lana gris mientras murmuraba ensayando la charla de compra-venta. Si le pidiera un precio, o si esperara la oferta, y luego regateara. Estaba concentrado en eso, cuando por el rabillo del ojo vio algo que se movía en la opacidad del espejo: era Evelina. Su reflejo pasó caminando ida y vuelta para que no le queden dudas. No estaba loco. Sintió su aroma, ése que la identificaba: una mezcla de lejía y agua de rosas que, al igual que su imagen guardada, apareció enrareciendo el ambiente. El reflejo sepia y ajado como una fotografía, se detuvo en el cristal blanco y polvoriento. Luego, mirando a Arquímedes, clamó de forma provocativa:
—¡Jaque Mate!
La imagen despareció dejando un halo de su aliento dibujado en el espejo, como si desde afuera – o desde adentro- alguien hubiese soplado en él.
La habitación se había calentado de manera insoportable; Arquímedes salió de allí corriendo impresionado. Tembloroso, llegó hasta la vitrina donde guardaba su juego de ajedrez. Su sospecha estaba confirmada: el Rey de onix yacía volteado en el piso.
—Lo siento, lo siento —advirtió hurgando en el aire la densidad de su aroma—. Me había olvidado de que era Intocable... Has ganado la partida.

Acerca de la autora:  Silvia Milos

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