Al despertar imaginó una ciudad blanca e inteligente, infestada de esos a los que llamaban Waitrons. No podía olvidar la mirada de ese chico en la universidad, tan triste y extraña. Se metió bajo el agua de la ducha. Tenía tres días para descubrir el misterio o su hermano moriría. No era violento, un tajo en la cabeza y ya no resucitaría jamás. Los zombis nos acosan en las discotecas porque fuimos vampiros y los hombres lobo pululan de noche por la ciudad. Deja de sonar la música. Traspaso la puerta para ir a trabajar, bajo por la escalera, me detengo a mirar mi rostro en el espejo, teatralmente mágico. A través del espejo las cosas son diferentes; el mundo, simplemente, está cabeza abajo.
—¿Cabeza abajo? ¿Así? —Nacho se cuelga de la barra de ejercicio del gimnasio. Estoy sudando. El monitor me pasa una toalla.
—Hey, amigo —sonrío—. Otro día me pones una tabla suave. Me gusta tanto el ejercicio como ir a la sauna. —Nada. Al despertar imagino que soy un androide y comienzo a rebuscar cables, circuitos, corto un par de tendones, abro músculos, cerceno pedazos de piel.
¿Quién te dijo que eres un androide? Nadie me dijo que lo fuese.
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