Entré solo dos veces al negocio del viejo Zien, como le decían en el bar. Tal vez tres. Y no sé bien por qué. Cada una de esas veces compré dos cajas de balas de calibre 22 largo, pero hubiera podido comprarlas en los del viejo Martín, la famosa Casa de la Caja de Sorpresas de la calle San Martín, casi tocando el edificio de Correo. Tal vez entré en lo de Zien porque quería comprobar lo que decían de él y su negocio de taxidermia. Y en verdad nadie se confundió o exageró. El olor que emanaba del local ya era indicio de que algo andaba mal, como si una obra de teatro se hubiera engullido a los actores y los hubiera podrido en sus fauces.
En el mostrador había un cadáver de pingüino bien armado pero que hedía a muchos calamares muertos, como si el viejo los hubiera diseccionado in situ, dentro del ave. Colgado del armario donde tenía las balas, un cormorán envejecido por la ceniza de la estufa, apestaba a mal podrida bosta y allá, en el fondo, un puma sin ojos rugía en silencio cada vez que pasaba el viejo hediondo a su lado.
Él paseaba demasiadas veces por el local buscando lo que uno había pedido. Supongo que con el secreto afán de que el cliente se entusiasmara con algo de lo que ofrecía. La primera vez salí de ahí y fui directo a darme un baño. El olor de las ropas del taxidermista me había enloquecido. Le sentía olor a las balas, me desnudé en la puerta de atrás de casa a pesar de los diez grados bajo cero de esa primavera excepcionalmente cálida. Pero todo era preferible antes de entrar a casa con semejante olor. Aunque confieso que mi esposa creyó que había perdido la razón al entrar así y encarar decidido al baño gritando que no entrara la ropa a la casa.
Supongo que si hubiera buscado mejor ella hubiera descubierto lagartijas, serpientes, lombrices, sapos que yo sentía viborear en mi cuerpo mientras corría las cuatro cuadras del negocio de Zien a casa. Pero dijo no haber encontrado nada.
No importa.
Con las balas acribillé ñandúes, martinetas, liebres, piches. Comimos de la caza esa primavera y el verano. Llegué a disparar contra un albatros rarísimo que apareció en la ría pero fallé el tiro y me imaginaba llevándoselo al Zien para que lo perpetuara, pero después relegándolo al patio para que no me apestara la casa. Fallé. El albatros remontó vuelo rumbo al Sur según lo seguí con la mirada.
La segunda vez fui a lo de Zien para matarlo. Lo encontré acariciando la piel de un extraño lagarto que no era de la zona, muy ensimismado. Tanto que no oyó cuando entré, aunque sigo pensando que me olió, seguramente porque no huelo como la mierda que él preparaba para exhibición. No pude matarlo esa vez pues el puma sin ojos me bloqueó la entrada y en silencio me obligó a la retirada. Disparé tres tiros con la carabina pero no pude darle, como había previsto, en la sien al viejo.
Por eso, conjeturo, debo haber vuelto la tercera vez. La que dicen en la policía que lo maté a Zien. Pero yo no tengo la certeza. Sólo sé que me faltan tres balas en la segunda caja. ¿Por qué tres balas? Tampoco lo podría decir con certeza. Yo, que siempre maté todo con una sola, no entiendo qué pude haber hecho con dos de más. Tal vez maté al puma. Tal vez al cormorán enfermo de ceniza. Tal vez me disparé yo mismo en la sien antes de matarlo. Eso. Tal vez fue así: me maté de un tiro después de eliminar al puma y luego le disparé al viejo cuando intentaba disecar mi cabeza. Es terrible el olor, tan terrible que no me deja ver claro.
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