El gobierno había lanzado el ultimátum a los imperios. O se avenían a dejar en paz la zona o se iban a enfrentar a algo que no tenía precedentes, según informaban los voceros.
Del otro lado no se hicieron esperar las réplicas. Mostraron en cuanto canal de televisión había su poderío bélico, sus amplias naves nodriza, sus manipuladores de marcas territoriales.
Debo confesar, a pesar de mi confianza en la estrategia gubernamental, que pasé momentos difíciles. Me veía reducido a mis átomos, incluso a mis electrones y quarks y no me hallaba en medio a la explosión. No me hallaba.
Desde hacía un tiempo nuestra nación había encontrado los yacimientos que se necesitaban para la elaboración del material explosivo para los misiles, de modo que, en ese sentido, me tranquilizaba saber que no estábamos indefensos; es más, teníamos cómo golpear y sabíamos, espero, cómo hacerlo.
Sin embargo, un poco de pánico sentí. No era para menos: la relación de fuerzas era de 1717 a uno, aproximadamente, sin contar que el Mayor Imperio podía aliarse con otros los dos menores y hacernos desaparecer hasta la última mota de polvo. Aún así, el gobierno había lanzado el ultimátum de marras, donde, además, dejaba entrever que no quedaría nadie de su bando si no acataban lo ordenado.
A la hora señalada, puesto que las amenazas proseguían, los misiles salieron desde estas tierras. Al poco tiempo, un apabullante número de grandes bombas estalló en nuestras marcas, dejando chatarra atomizada. No sobrevivió nadie.
Pero los misiles lanzados por nosotros fueron llegando de a poco y muy tarde y fueron contagiando con sus libros, cuadros, grabados y juguetes a la gente, inocente de nuestra muerte y comenzaron por no creer más en su sistema. Al año vivían como nosotros o sea, los vencimos.
Acerca del autor: Héctor Ranea
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