lunes, 31 de diciembre de 2012

El hombre insomne y la voz – Francisco Garzón Céspedes


Una madrugada, en medio de un ataque de insomnio, cuando el hombre, un hombre joven, fue del dormitorio a la cocina de su piso a buscar un vaso de agua, escuchó una voz de mujer reposando en la noche.
La mujer no gritaba, ni siquiera hablaba muy alto, pero como las paredes del edificio tenían la delgadez de las láminas de papel, casi todo se oía de un piso a otro. Y la mujer se hallaba en el piso de al lado.
El hombre, aún sin el agua, se detuvo a escuchar en el pasillo, y permaneció en silencio.
La voz grave y cálida de la mujer decía unos versos de amor. Los decía con tonalidades y resonancias. De una manera comprometida.
Aunque el hombre se consideraba un gran lector, no conocía esos versos. Por un momento, creyó que la mujer inventaba los versos al decirlos. Pero si inusual era que alguien dijese poesía en la madrugada, o la leyera en voz alta, sospechar que la creara a viva voz, ya resultaba impensable.
Cuando la mujer calló, el hombre todavía se quedó de pie en el pasillo durante unos minutos. La voz de la mujer no regresó, y el hombre, sin haber llegado a la cocina por su agua, volvió al dormitorio y, acunado por una enorme placidez, se durmió.
A la mañana siguiente recordó la voz de la mujer y los versos de amor. Sabía que una semana antes, mientras estaba de viaje, alguien se había mudado al piso de al lado. Debía ser aquella mujer.
El hombre viajaba mucho porque era piloto de aviación. Y los cambios de horarios le ocasionaban trastornos para dormir. Desde niño era un lector capaz de devorar innumerables libros, y, la profesión de piloto y los desvelos e insomnios, posibilitaban que cada vez leyera más. Aquellos versos dichos por la mujer lo habían conmovido. Y pensándolo con detenimiento, la voz de la mujer al decirlos asumía las vacilaciones de lo que está siendo inventado, y no el ritmo más seguro de lo memorizado o leído. Deseó conocer a la mujer. Pero tenía que salir de viaje, y el tiempo no le alcanzó para hallar un pretexto que pareciera real, y que le permitiera tocar en la puerta de al lado y presentarse a la mujer.
En los días que estuvo fuera, el hombre recordó uno de los versos y la voz grave y cercana de la mujer, diciéndolos. Concluyó que le gustaba aquella voz. La primera noche que durmió de nuevo en su piso, se despertó en la madrugada y ansioso caminó hasta el pasillo. Otros eran los versos. La voz que les daba vida pertenecía a la misma mujer. Los versos aludían a un encuentro que debía ocurrir, pero que todavía no ocurría. Hablaban de amor y de confianza.
El hombre alzó una de sus manos y la puso sobre la pared a la altura de la voz, y la dejó estar allí, plácidamente. Cuando la voz calló, el hombre se fue a dormir, tranquilo. Al llegar la mañana tomó una decisión, presentarse de inmediato a su vecina. Eligió el método de pedir un favor. Diría que se le había roto la cafetera y que no tenía café soluble. Pero cuando tocó en la puerta de al lado, la mujer que abrió y le devolvió el saludo resultó ser unos cuarenta años mayor que el hombre, que se quedó estupefacto. Parecía la voz escuchada en las madrugadas, pero en las noches sonaba menos madura.
Dentro de su desconcierto, y en tanto explicaba lo de su cafetera y solicitaba un poco de café soluble para tomarlo y terminar de despertarse, el hombre comenzó a hacer cálculos de cuántos años de diferencia tendría con esa mujer, porque se sabía enamorado de la voz de la madrugada, de su veracidad, de su manera de decir que acariciaba. Voz que, el hombre estaba convencido, no memorizaba, no leía, sino que se inventaba los versos.
En ese instante entró al salón la nieta de aquella mujer mayor, una joven, y le dijo: “Estoy segura de que usted es el vecino de al lado”.
Y frente a la muda interrogación del hombre, la mujer joven, con la voz de la madrugada, pero con desenfado, añadió: “Lo he escuchado varias veces hablar por teléfono. Y, ayer por la tarde, oí cómo se inventaba en voz alta poemas de amor. También ése es uno de mis riesgos. Pruebo a inventarme versos para conjurar el insomnio, y algunas madrugadas, logro decir algunos con coherencia. Además, ya reconozco el sonido de sus pasos”.
El hombre se sorprendió preguntando: “¿Por qué no nos tomamos juntos el café? Los tres, quiero decir”.
La mujer mayor respondió: “Claro, pase con nosotras a la cocina”.
Y cuando el hombre fue a ayudar a la mujer joven, que había entrado al salón sentada en una silla de ruedas, la voz de la madrugada, negándose, señaló: “Estoy acostumbrada a manejar sola esta silla”.
De inmediato y luego de dudar, la joven cambió de opinión, y, con una expresión dichosa, aceptó: “Sí, ayúdeme. ¿Por qué no? Es bueno confiar”.
En la cocina, la mujer mayor fue a preparar el café, pero la mujer joven de un salto se levantó de la silla de ruedas y dijo: “Lo haré yo, abuela, será un placer”.
Y, sonriendo al asombrado hombre, aclaró: “La silla de ruedas es de la bisabuela, que hoy se ha quedado en la cama, leyendo. Se queja de que rueda con dificultad, y yo estaba probándola para arreglársela. He reconocido la voz de usted y he salido sin pensarlo. ¿No se habrá sentido a prueba?”.
El hombre, que por ser piloto se había enfrentado con éxito a numerosas pruebas, respondió: “Puedo ayudarla también a arreglar la silla. Y, quizás, ese trabajo en común nos sirva de entrenamiento para probar a inventarnos juntos un poema.”

Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes

1 comentario:

Ada Inés Lerner dijo...

¡qUE BUENA HISTORIA! BIEN LLEVADA, LENTAMENTE HACIA EL FINAL. fIRMA "LA CUENTERA"