Me encontré con este monstruo, así de pronto, en medio del verdor de
la maleza mojada. Yo me había desmarcado de la aburrida fila india para
explorar los alrededores con la esperanza de hallar algo que valiese la
pena. ¡Y vaya que valió! Las largas patas se proyectaban hacia el
cielo, inmóviles, pero aún así fui prudente. Uno nunca sabe si estás
cosas están realmente muertas. Me situé a una distancia prudencial.
Examiné al bicho. Qué buen color: Estaba fresco. Me acerqué convencido
de que no había peligro, le di una mordida. ¡Qué crujido tan delicioso!,
un “cranch” tan sonoro que me dio miedo que fuera a llamar la atención
del batallón. Fue en ese preciso instante que me entró la angurria, ¿y
si me lo llevaba solo? Calculé el peso, tamaño, distancia. Se supone
que trabajamos en equipo, que somos el ejemplo del orden y laboriosidad,
¿por qué entonces ese sentimiento (delicioso, tengo que confesarlo) de
egoísmo? Dudé (ya no tendría que trabajar por un buen tiempo). Lo pensé
(yo podría con el peso, claro que sí). Volví a dudar (harta comida para
mí, para mí, para mí). Finalmente decidí levantarme a la cucaracha yo
solo.
Tomado de La eternidad del instante (Editorial Micrópolis)
Sobre el autor:
César Klauer
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