viernes, 8 de junio de 2012

La culpa - Marcos Zocaro


Apenas pone un pie dentro de su habitación, la mujer (alta, delgada, de unos treinta años y de nombre Sofía) es golpeada por un tsunami de angustia que la deja sin respiración. Siempre es la misma historia. Familiares y amigos le han sugerido abandonar la casa, o al menos clausurar la habitación, reemplazar la puerta por una pila de ladrillos, pero hacer algo así sería un sinsentido: el pasado no habita en la casa ni en la habitación, sino en su conciencia. Para aplacar el repentino murmullo de voces que se desata a su alrededor, Sofía enciende el televisor y sube el volumen hasta que los oídos le duelen. Se desviste (bajo la atenta e hiriente mirada de aquellos pares de ojos, vacíos e idénticos, que la vigilan desde la cómoda) y se mete entre las sábanas. La cama de dos plazas le parece gigantesca y el vértigo la marea. Mira televisión por un buen rato y luego la apaga e intenta dormir. En varias oportunidades el murmullo de voces amaga con reanudarse, pero Sofía logra replegarse sobre sí misma y se pierde en un sueño recurrente y aterrador: corre por un oscuro callejón, sus piernas vuelan, su rostro está desencajado y sus ojos a punto de estallar. Corre como si de eso dependiera su vida, sus jadeos se mezclan con gritos ahogados y su cabeza voltea constantemente: ya nadie la sigue pero de todas formas Sofía no cede en su frenética carrera. Y continúa corriendo hasta que se queda sin aliento y cae al suelo. Y llora hasta ahogarse. Luego, empapada en lágrimas, levanta la cabeza y, parada frente a ella, lo ve. La ve, mejor dicho. Y es como si viera un espejo: la otra mujer, es ella… Ambas permanecen contemplándose durante unos instantes, hasta que Sofía da un salto y se pone de pie y empieza a golpear a la otra mujer, a su doble. Y ésta se resquebraja toda. Y Sofía se despierta… El ruido que la hace saltar de la cama proviene de la planta baja y es similar al de un bosque en llamas. Baja las escaleras en un parpadeo. Y al llegar al living el ruido se vuelve ensordecedor. Y Sofía cae al suelo y se tapa las orejas con las manos y grita como si sus gritos pudieran contrarrestar el ruido. La escena dura apenas segundos, luego de los cuales, súbitamente, el ruido desaparece y el silencio es total. Alterada, con un persistente zumbido en sus oídos, Sofía recorre cada una de las estancias, incluso se asoma al parque, pero lo único fuera de lugar es una insignificante pérdida de agua en la canilla de la cocina. Ni olor a fuego hay. Para asegurarse, revisa una vez más todos los rincones de la casa. Nada. Regresa al dormitorio y se acuesta. Pero por más fuerza que haga no logra dormirse. El zumbido en sus oídos ya no existe, pero ahora la veintena de ojos que la miran desde la cómoda parecen estar cada vez más cerca, le horadan la nuca. Se tapa hasta la cabeza con las sábanas, pero la sensación continúa: se levanta y se acerca a la cómoda y de un manotazo tira todos los portarretratos al suelo. Aquellos ojos no la hostigarán más. Vuelve a acostarse, pero continúa sin poder dormir. Pasan quince minutos, media hora, una hora, hasta que de golpe el timbre rompe la noche. Cuando Sofía abre los ojos ya se encuentra de pie. Otro timbre resuena en la casa. Sofía va hasta la planta baja. Todo el cuerpo le tiembla. Otro timbre. —¿Quién está ahí? —pregunta retorciéndose mientras camina. La respuesta es un suave golpeteo en las ventanas: todos los vidrios del millón de ventanas de la casa suenan al mismo tiempo. Todos. —¿Quién está ahí? —repite inútilmente, presa de un terror indescriptible. Y un segundo antes de que los vidrios estallen en mil pedazos, los golpes cesan. Pero ahora las puertas de todas las habitaciones y los postigos de todas las ventanas empiezan a abrirse y cerrarse ininterrumpidamente a un ritmo vertiginoso, provocando un sonido atronador y una corriente de aire helada. Y resurge el ruido de maderas crepitando. Y los árboles del parque se ven atrapados en un tornado. Y la luz se corta. Y Sofía corre a refugiarse en su habitación. Y al pasar por la escalera los escalones de mármol se rompen a sus espaldas, crujiendo de una forma casi humana. Y al alcanzar a la habitación el violento vaivén de la puerta no la deja entrar. Pero el miedo que recorre sus venas no le permite quedarse quieta y la hace volver sobre sus pasos. Y al llegar a la escalera descubre que ésta ha quedado reducida a un profundo pozo, en el fondo del cual circula un río de lava. Decenas de personas se ahogan en él... decenas de personas que en realidad son la misma persona. De improviso, Sofía siente una ligera presión sobre su hombro derecho. Su corazón se detiene. Una cálida respiración comienza a estrellarse en su nuca. El vaivén de las puertas acaba abruptamente. Los ruidos también. Sofía desvía levemente los ojos hasta poder ver su hombro: éste se encuentra prisionero de una desproporcionada mano negra, brillante y peluda. Conteniendo un grito desgarrador, y con exagerada lentitud, Sofía gira sobre su propio eje, mientras sus brazos se cierran en torno a su cuerpo, y sus piernas tiemblan como banderas al viento. La mano negra es la extensión de un sujeto cuasi humano, de más de dos metros de altura y de una delgadez extrema. Y si bien su rostro está deformado, Sofía lo reconoce (reconoce aquel hiriente par de ojos); y, en lugar de un grito, ahora debe contener el llanto: una puntada le agujerea el estómago y el vacío de su alma aumenta inconcebiblemente. Y el aire se hace irrespirable. Después de observarlo, perpleja, durante varios minutos, Sofía posa una mano sobre el rostro de su visitante; y sólo llega a exclamar un débil:
—No puede ser. — Luego, cae fulminada al suelo.

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