En casa le tocaba esa tarea a mamá. En otras familias más
tradicionales lo hacía la tía más joven. Sobre todo porque resultaba
penosa cuando la familia era grande; pero en casa, mamá podía con todo. Y
nos hacía sentir seguros. La cuestión no era trivial, requería de mucha
concentración y, sobre todo, de buena vista, sobre todo cuando había
niños en la casa. En verano era todavía más complicado, pero no porque
en invierno no fuera penoso.
Todos los primeros martes 13 de cada año, mamá tomaba la caja que desde
el miércoles 14 del anterior había servido para la guarda de los restos,
y la quemaba, pero no así nomás: ahí es donde intervenía toda la
sabiduría transmitida sólo a las mujeres, que era su condena. Para
colmo, por algún arcano se había elegido ese día, tan nefasto, nada
menos que para ejecutar esa tarea asquerosa.
Mamá cuidaba todos los detalles, porque si bien la quema se realizaba
con las primeras horas del alba del martes, todos los demás días debía
realizarse la inmunda (pero escrupulosa) recolección y eso también
estaba a su cargo.
Por esa razón, tal vez, nos ordenaba que advirtiéramos cuándo nos
bañaríamos o, mejor, que nos bañásemos los días oficializados para ello.
A los varones nos tocaba los jueves, a las niñas, los sábados. Los
mayores se bañaban día por medio, alternando mujeres y varones. Se
bañaban solos y, por ende, era más riesgoso porque podían olvidarse de
realizar las operaciones estipuladas.
Cada uno debía realizar la rutina sobre sí mismos. No había tutela,
salvo con los infantes, para enseñar cómo hacerlo con propiedad,
seguridad y rapidez. Era opcional la recolección por parte de cada uno:
los mayores parecían olvidarse, pero nunca dejaban todo desparramado y
mamá sólo recolectaba sus residuos. Nunca supimos bien cómo hacía esa
operación porque ocurría durante las horas de la siesta. Y no valía
equivocarse y tratar de hacer trampa. Mamá pasaba a la hora señalada,
recolectaba las cosas en silencio (dicen los grandes que contando) y
salía; a partir de entonces no se podía acercarle nada. Ya quedaría
sellado el destino para quien se equivocase.
Tampoco nos era permitido presenciar la ceremonia del martes 13, aunque
por la ansiedad más de uno debe haberla espiado pero después nadie
contaba nada. Decían haberse olvidado de todo, cosa posible ya que,
entre otras manipulaciones, la de la memoria era habitual entre las
personas que participaban en el rito.
De más está decir que toda vez que nos tocara acometer la faena
estábamos como poseídos, sobre todo porque entre varios varones que
éramos entonces, todo se podía mezclar; además, con el revoloteo de los
más chicos, que no entendían bien de qué se trataba, los fragmentos más
pequeños se perdían más fácil y no era un dato menor que después había
que recolectarlos identificándolos, por lo cual, los más prolijos
tratábamos de que todo saliera en un solo golpe pero con suavidad, para
ir recogiéndolos de a uno por vez.
Las historias de quienes habían fallado o aquellos cuyas madres o tías
no hacían las cosas como correspondían eran terribles, en verdad. No
había noche en que alguno de nosotros no se despertara llorando
creyéndose víctima de algún olvido, equivocación o desastre similar.
Unas pesadillas particularmente atroces eran las de verano, ya que
éramos más y eso aumentaba las probabilidades de equivocarse pues, entre
otras cosas, estábamos distraídos con las parientes venidas de lejos.
Sobre todo durante la adolescencia.
¿Por qué considero ahora que era un castigo para las mujeres? Pues bien,
sucede que las calamidades ocurridas a la familia por fallas en la
ejecución de los pasos los martes 13, los olvidos, las pérdidas de
material, todo lo que involucrara ese tipo de cuestiones era adjudicado a
las fallas y por ende a la mujer encargada de eliminar los residuos. Y,
si bien cada uno era responsable de proveer los elementos, nunca se
resolvía con precisión quién o qué había sucedido y entonces se
condenaba a la mujer. La condena, claro, no era física, de esa manera no
habría quedado quién hiciera ese trabajo. Más bien se la condenaba a
una especie de ostracismo que duraba más o menos toda la vida,
dependiendo de la gravedad de la catástrofe.
Mamá era bastante silenciosa, no hablaba más que lo estrictamente
necesario, lo que me hacía suponer que tenía sobre ella varias condenas,
pero demostraba que nos quería mucho y nosotros a ella, aunque poco
podíamos hacer porque éramos sólo niños, sus hijos. Y ni siquiera
podíamos ayudarla esos temibles martes 13.
Por aquel entonces ocurrió una desgracia muy grave. Después de conocido el hecho no vimos más a mamá.
Un verano, vinieron a buscarlo a mi hermano mayor. Eran hombres muy
violentos. Tiraron la puerta, lo ataron a papá y a mamá la encerraron en
el baño. Una de mis primas lejanas lloró mucho, gritó y por años siguió
llorándolo. Le pegaron mucho a mi hermano y a la prima algo le hicieron
pues la dejaron muy ensangrentada en el piso de la cocina. Nunca más
volvimos a ver a mi hermano. Según me enteré después estaba (y estará)
desaparecido. En aquel entonces pensaba yo que eso quería decir que se
había desvanecido del mundo, pero era peor.
Algunos parientes culparon a mi madre porque –decían– el último martes
13 había encendido la hoguera olvidando algo del método tradicional. Mi
madre nunca habló mientras continuó con nosotros. Al irse de casa abrazó
a cada uno de nosotros, incluido a mi padre y nos dijo que nadie tenía
la culpa, salvo esos hombres que arrebataron a su hijo. Que el hecho de
que esa vez no hubiéramos cumplido estrictamente las normas no tenía
nada que ver con ese horror. Que a ella se le pudiera haber olvidado
algún trámite en la quema del cofre, tampoco era importante en esto.
Nunca encontró a su hijo, mi hermano.
Autor:
Héctor Ranea
1 comentario:
Héctor, como siempre, emociona.
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