Vuelvo. En señal de respeto ante los caídos, me quito los zapatos y los dejo a la entrada, justo antes de pisar el suelo bañado por la tragedia. Después de tantos años, regreso a este pueblo del que ya solo quedan escombros. Mientras camino, trato de reconocer los lugares que me vieron crecer, pero nada me resulta familiar. La desolación del lugar me indica que la lava del volcán que se desbordó aquella noche no solo arrasó con los lugares, sino también con los recuerdos. Lo único que me guía son los epitafios, clavados sobre la lava seca, justo encima de las viviendas que ahora se clasifican como desaparecidas. Sobre las inscripciones solo se encuentra tallado el apellido de la familia, como si los nombres de pila bautismal también se hubieran esfumado esa noche de cuarto creciente. Cada apellido me evoca algo: el olor al pan fresco de la casa de los Muñoz, los partidos de fútbol en el solar de los Amézquita, la inusual belleza de primogénita en la ventana de los Ibarra, los juegos de cumpleaños a las escondidas en el patio de los Restrepo.
Al fin llego a la que era mi casa. Debo estar parado sobre los huesos de mis padres y mis hermanos, sepultados en fracciones de segundo por la furia de un volcán que nunca avisó. Me hinco y cierro los ojos. Lloro en silencio. Cuando me levanto, siento una brisa húmeda sobre mi rostro, pista inequívoca de que los fantasmas, que aún gritan de dolor, se alegran de ver a un conocido. Es hora de partir. Aunque no detallo mis huellas, sé que los vestigios de mis pies descalzos sobre la escoria son un grito de esperanza para las víctimas de este lugar: el saber que uno de cientos de miles sobrevivió a la cólera de la naturaleza esa fatídica noche. No recojo mis zapatos. Los dejo ahí. Es mi manera de decirle al destino que pude escapar de su fatalidad.
De la Serie: Zonas Anónimas
Tomado de:
Los Cuentitos
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