—¡Carajo! —Exclamó intempestivamente Quiñones, el locutor de radio —¡Si lo que dice es cierto, estamos bien jodidos, Maestro!
—Es así —dijo asintiendo Luna sin Basto, el Maestro—. Estamos en tierra de nadie, ¡qué quiere que le diga! Lo siento mucho, pero es así.
—¡Es que de ser cierto eso que asegura —la voz de Quiñones se quebró de la emoción—, no tenemos dónde estar. No sólo es tierra de nadie. ¡Es la nada misma, Maestro!
—En efecto. Y mire Usted, estimado: me baso en tres signos supremos para decirle que nuestra patria es la nada.
—Lo escucho, lo escucho —dijo con devoción el locutor.
—Primero. No tengo pasado, no tengo infancia. ¿La tiene Usted, acaso?
—¡Bueno, si me pregunta así! —Pensativo, Quiñones quedó sin respuesta.
—¡Ve lo que digo! En segundo lugar, mi signo estima que Usted no me está escuchando, ni tampoco yo a Usted. Nos estamos leyendo, amigo.
—¡Master! ¿Cómo me dice eso? Soy todo oídos cuando Usted habla.
—No hablo, no digo nada. En realidad, soy una entelequia. Eso es importante que lo entienda, por favor. Hay algo, alguien, que nos hace creer que hablamos, que escuchamos. Somos los ecos de esa mente.
—¡Amalaya la yegua baya! ¿Usted está seguro? Si así fuera, mire Don, yo diría que al menos no habitamos la nada. Somos algo en la mente de alguien.
—¿Aunque la mente de ese alguien esté en blanco? —Un silencio sepulcral unió esta pregunta a la siguiente formulada por Luna sin Basto, el Maestro. —¡Porque le puedo decir, amigo Quiñones, que el supuesto autor de esto ni siquiera nos puso un título. Estamos habitando la nada.
Lo último que se escuchó fue el llanto de Quiñones
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