No termina esta pesadilla. Desde que ese viejo inmigrante ilegal cayó del quinto, mi cabeza no ha hecho otra cosa que buscar la manera de resolver el tremendo problema al que me expuso su indolencia. De inmediato supe que debía encontrar la solución sin demora. Si se hace público el evento irá en detrimento de mi prestigio y me veré confinado a trabajos rutinarios e insignificantes, indignos de un arquitecto de mi categoría.
Resulta que luego de ascender sin dificultad hasta la cima del andamio, a pesar de su habitual ebriedad, el inútil acabó por apoyar el pie en una capa de material fresco y se deslizó como bailarín de ballet hasta terminar todo descuajeringado sobre el asfalto.
Por suerte era temprano y solo estábamos en la obra yo y mi fiel capataz. Nos miramos y supimos al instante lo que teníamos que hacer. ¿No es extraño el alto grado de lucidez que surge en nuestra mente en momentos acuciantes? Con frialdad de cirujano confronta las alternativas hasta dar con el atajo que nos acerque lo más pronto posible a la resolución de la crisis.
Entre los dos levantamos los restos del pobre hombre, los metimos en una bolsa de yeso y con nuestro macabro trofeo a cuestas nos dirigimos al pantano que hay tras los álamos que marcan el límite de la zona urbana. Con la última palada dimos por terminado el tema y regresamos a nuestros respectivos quehaceres. Nadie lo conocía, nadie preguntaría por él, en fin… aquí no ha pasado nada. Y así sería si no fuera por el fantasma que me acosa a toda hora. No sé cómo haré para deshacerme de él. Seguiré con estos ejercicios de narrativa que me recomendó el terapeuta para calmar los nervios, espero que el próximo sirva de ayuda para espantar definitivamente al espectro de tan inoportuno albañil.
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