Suave, la guitarra descorre el velo del pasado y el futuro. Usted, querida amiga ahí, a orillas de ese mar de porcelana, mojándonos ambas los pies con el lento reflujo del mar y ese dulce ruido de caracolas escondidas bajo nuestros pies.
Debería decir que fui yo quien cerré sus ojos. ¿Cómo expresarlo? Sólo la música puede, se lo aseguro. Lo besé como quien besa al amante ansiado, porque en realidad era él el apuesto, el noble, el hombre que yo quería para pasar la eternidad con felicidad, como ahora paso con usted estas hermosas horas de atardecer en el mar. Ese azul profundo, el azul. Perdone, a veces me toma la nostalgia, sobre todo a orillas del mar, donde ciertamente padezco de ese dulce dolor.
Al cerrar sus ojos él me regaló su último verso. El verso del que partió mi carrera como poeta. Sufro al decirlo, pero fue así. Con ese verso armé un poema que todos amaron de inmediato, aunque mantuve escondido el que me susurró moribundo con ese indicio que fue para mí el faro que me guió, y así lo hizo, por mi camino de poeta. Lo he amado a ese poema más que a ningún otro, cosa malsana en un poeta, debo decir, porque siempre hay que saber matar un poema para poder escribir el próximo. Y sin embargo, con este ha sido todo lo contrario. Pero claro, debería contarle detalles que no sé si quiero contar, al menos no por ahora.
En el Hall no querían atenderlo, por eso me acerqué a él y lo saqué a la calle. Estaba excitado por algo que nunca supe si había encontrado o si había inventado. Tan excitado estaba que los empleados del Bar convencían a los transeúntes de que el hombre estaba drogado, bebido. Yo, en cambio, lo escuché y supe que no mentía, aunque sí estaba entrando en un delirio del que ya no saldría.
Según me contó, había logrado viajar hacia el futuro y al pasado, que había conversado con los padres de nuestro continente y los sabios de un remoto futuro en el que nada será ni siquiera como es hoy, tantos años después, querida amiga. Él me confió todo esto que, como le digo, era cierto, aunque lo había llevado a la alucinación final. Y si ahora yo, que poseo esa máquina, gracias a él, pudiera visitarlo cuando aún vivía: ¿qué le diría? ¿Acaso que esa sirena que a lo lejos parece anunciar un barco es, en realidad, la alarma de bombardeo que sonó en Hiroshima? ¿Sabrá acaso qué fue, qué podrá ser Hiroshima, qué podrá significar?
No sabría cómo decírselo, ni a él ni a usted. Ha pasado, desde ya, mucho tiempo. Demasiado como para que me crea usted y a él colijo que el tiempo ya no le da ni calor ni frío, honestamente.
Tal vez le diga, simplemente, lo que pensé en ese momento: fui yo quien entonces cerré tus ojos. Probablemente no lo recuerdes, amado amigo, porque ese verso que no habías aún escrito te llevó todo tu intelecto y sólo para decirlo se te nubló definitivamente la vista. Entonces cerré tus ojos para que no vieras tu muerte, para que no continuaras viéndola tan avasallante sobre tu vida. Tus ojos enormes con los que ya no veías. No podías ya ver mis manos cerrándote los ojos.
Fue Baltimore, 1849. Yo estuve ahí. Por eso usted me dirá que no puede ser, claro, y para él no habrá pasado el tiempo, porque ahí y entonces él murió: querido, más que querido Edgar Alan Poe.
2 comentarios:
precioso Ranea, precioso...
¡Gracias, El Titán!
Publicar un comentario