—Me dijo un colega que usted tiene la costumbre de tomar párrafos de sus propios cuentos para convertirlos en microficciones.
—No voy a repetirme —dije mirando al personaje con cara de loco—. Si no puedo escribir algo original prefiero dejar las páginas en blanco.
—Pero no solo se plagia —se defendió atacando el personaje—: también asesina.
—Asesinar es una porquería, lo admito, pero no creas que me vas a abochornar planteándome situaciones paradojales. No puedo asesinar a un personaje de ficción porque, por principio, únicamente existe en el plano ficcional.
Bajó la cabeza y empezó a manosear el sombrero como había visto hacer a un personaje abrumado por la culpa en una película sueca.
—Me gustaría que no lo volviera a hacer —musitó finalmente. El tiempo empezó a deslizarse con parsimonia entre los intersticios de la realidad, y aunque no llovía, vi que el pobre personaje estaba escandalosamente mojado; temí que se pescara una pulmonía, por lo que me sentí responsable de su suerte y lejos de ensañarme con él empecé a pensar el modo de incluirlo en alguna ficción decente, ya fuera dramática o divertida. Pero no tardé en advertir que no alcanzaba, que solo urdía una trama para zafar; para cumplir con un mandato secreto y que a la primera de cambio volvería a hacerle lo mismo que les hago a todos.
—No me quiero calentar —le dije—. No quiero cometer el mismo error de siempre para luego recibir muestras de desaprobación del sindicato que los nuclea.
—¡Sí! —exclamó envalentonado—. Le vamos a hacer un paro general por tiempo indeterminado si no accede a nuestros pedidos.
—¿Pedidos? ¿Qué pedidos tenés que hacer, compadrito? ¿Acaso no sabés que tu existencia depende de mi humor?
Ahí el personaje reculó. —Perdone —balbuceó—. No quise ofenderlo.
—¿Ofenderme? No hay nada que un personaje pueda decir que me ofenda. ¿Y sabés por qué? Porque tengo la sartén por el mango. Porque yo soy el autor, el dueño y señor de lo que escribo. Y vos, en cambio, pobre criatura desvalida e inútil, sos un personaje sin nombre cuya efímera vida termina con este…
—¡No! No lo haga de nuevo —sollozó—. No ponga el punto final.
—¿Y escribir eternamente el mismo texto? ¡Ni lo sueñes!
—Puede darme una oportunidad. Hágame astronauta, mándeme a Alfa Centauro, donde encuentro un planeta habitado por los bellos lepideños, unas grandes libélulas inteligentes que construyeron una civilización exquisita…
—De acuerdo —dije, más que nada para sacármelo de encima—. Serás el astronauta Carter Raymond, irás al cuarto planeta de Alfa Centauro donde encontrarás un planeta habitado por los bellos lepideños, unas grandes libélulas inteligentes que construyeron una civilización exquisita…
Él se fue feliz, imaginando que vivía experiencias estimulantes. Yo me lo saqué de encima y pude ir a prepararme unos mates.
El autor:
Sergio Gaut vel Hartman
1 comentario:
Sergio, después del juego que te dio el personaje, era lo menos que podías hacer por él: enviarlo como astronauta a ese cuarto planeta de Alfa Centauro. Pero de verdad, no para sacártelo de encima.
Me encantaron esas libélulas inteligentes que construyeron una civilización exquisita. Debió serlo.
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