viernes, 6 de enero de 2012

Juego – Héctor Ranea


¡Asado! El andariego errante olía, a lo lejos, el olorcito inconfundible de un cordero Merino al asador. Hacía unos días que sus provisiones se fueron por la ladera del Collón y no había comido nada caliente desde entonces.
Caminó en dirección al humito tentador y descubrió una escena maravillosa. Frente al arroyo que él estaba siguiendo, una mujer cuidaba el asadito. Se acercó saludando desde lejos para no asustar. La mujer levantó los brazos como señal de bienvenida y, cuando estuvieron cerca, evaluado ya el estado deplorable del caminante, le preguntó si quería comer, con el cuidado candor del campesino acostumbrado a no imponer su voluntad bajo ningún aspecto.
Esto era lo que al extranjero lo mantenía perplejo de esta gente. Se diría que tenían el mundo descentrado respecto de la Europa que orgullosa pensó haberles impuesto a todos su modo de vivir. Y, sin embargo, acá estaba él, en medio de la pradera más feraz que hubiese conocido, rodeado de fauna exótica para él, como caranchos, piches, bandurrias, caikenes, zorros plateados y hasta algún guanaco y, al menos en el rastro, pumas, departiendo alegremente con una señora de sólida figura europea pero que hablaba mejor mapudungun que castellano, ofreciéndole una comida gustosa de un animal para nada autóctono.
—Falta un poco para comer —dijo ella, quien se había presentado como Eulalia Fraser— si quiere lavarse un poco, viendo cómo está, pase a la casilla que le tiro un poco de agua por el tanque.
—¡Gracias, Eulalia!, los subo yo.
—No; no puede. No te anda el tanque —dijo, errándole la declinación.
Terminado el preparativo, se dio una ducha breve y aproximada, mientras ella lo miraba, evidentemente, aunque trataron de no cruzarse las miradas.
Cuando estuvo listo el cordero, lo comieron con vehemencia él, con exquisita tranquilidad Eulalia.
—¿Cómo te llaman? —dijo ella.
—Abraham Werkmeister, de Alemania. Mis padres vinieron él de Chile y ella de Argentina.
La rotunda mujer asintió mientras con las manos ya rascaba las costillitas del cordero.
—Por eso hablás bien. ¿Ellos hablaban la lengua contigo?
—Sí; en casa sí. Yo hablaba alemán en la calle, en la escuela, la facultad…
—¿Querés vino? Tengo un poco que dejó mi marido.
Abraham levantó la cabeza con un gesto inconsciente de alerta. Miró a la mujer con un imperceptible gesto de decepción en la mirada que por primera vez se cruzó con los ojos de ella, notando que su suave color índigo tenía un brillo especial que lo estaba subyugando irremisiblemente.
—¿Sos judío usted?
—Sí: Abraham es un nombre judío —dijo él sonrojándose porque había creído que el candor inicial de Eulalia se correspondía con una ignorancia supina del mundo exterior.
—Pensaba más bien en cómo tenés eso —comentó ella desparpajadamente señalando inequívocamente a la entrepierna de Abraham.
Se hizo un silencio en el que sólo algún grito de carancho o de jote pudo escucharse. El caminante agachó la cabeza mientras comía sus papas de acompañamiento. Ella se dispuso a lamer unos huesos de la pata para chupar luego el tuétano.
La conversación después pasó por el camino que él había seguido, por el arroyo que lo salvó de perderse cuando su mochila se cayó en el cañadón seco junto con sus instrumentos de localización. Y en poco tiempo llegaron al tema del marido.
—Mi marido se fue para la mina de arcilla de la barda de Ameghino, ¿sabés? La abrieron de nuevo a la mina que estuvo cerrada desde que descubrieron los árboles antiguos. Pero ahora llaman más gente, así que se fue para allá.
—¿Y cuándo se fue, Eulalia?
—Hace como tres meses. Pero no vuelve, porque la mina esa no cierra. Además, a él no le intereso, hace como dos años una doctora de Tecka me dijo que me llegó la menopausia. Eso le sonó al Calixto como una enfermedad y no me toca mínimo desde entonces. Pero yo soy fuerte como una mula. Acá me ves. No estoy enferma.
—La menopausia no es una enfermedad, Eulalia —dijo él con el candor que antes había criticado en Eulalia.
—Ya lo sé. Pero la verdad, no hice nada para convencerlo al Calixto de que no fuera. La médica se lo dijo, pero él siguió creyendo que no poder tener hijos venía de ahí.
—¿No tienen hijos con el Calixto?
—No, che. Tuve hijos con mi otro marido, el leñero. Pero se le cayó un ñire que le partió la cabeza. Mis hijos se fueron. Uno se murió en el norte, en Zapala, por ahí tengo el telegrama. Estaba en el Ejército y no sé qué le pasó ahí, no pude viajar.
—Triste historia, Eulalia.
Ella no contestó. Le preguntó si quería seguir comiendo pues tenía el plato vacío. Abraham negó con la cabeza y quiso tomar el plato de Eulalia como para ir a lavarlos, pero ella se lo sacó de la mano y, mientras iba a la batea para lavarlos, le señaló para la casa
—Éntrese que hay un cajón con manzanitas y otras frutas.
El caminante obedeció luego de una pausa para levantarse de ese lugar cómodo. Sería bueno aportar otros nutrientes al cuerpo. Eligió un par de manzanas y un puñado de cerezas. Cuando quería salir para el lugar del asador, Eulalia lo encaró y con su porte y parada especial, le cerró el camino.
—¿Dónde vas?
—Me invitaste a comer fruta… —ensayó él, estúpido.
Ella lo empujó suavemente y, al apoyarle sus senos, ambos dejaron en el aire suelto un lánguido quejido al que siguió un raudo evitarse y comprimirse las bocas en un beso en la que demostraban ser voraces de esos ojos índigo, de ese cuerpo golpeado. 
Las últimas gotas de grasa del cordero chirriaron sobre las brasas y fue una invitación para un carancho que se acercó sin timidez, seguro de lograr un buen bocado antes de que aquellos dos terminaran lo que habían empezado. Desde afuera de la casa los suaves deslizamientos de una piel sobre otra sólo podían oírlos ese pájaro y el puma, al que poco le importaba.

El autor: Héctor Ranea

8 comentarios:

Javier López dijo...

Quedé tan impresionado con la narración como Abraham con el destello índigo de los ojos de Eulalia.
Enhorabuena, Héctor.

Ogui dijo...

Gracias, Javier! El olorcito a cordero asado es alucinante...

María del Pilar dijo...

Una descripción muy cinematográfica de la escena. Excelente cuento, Héctor.

Sergio Gaut vel Hartman dijo...

Brillante, Ogui. Ya lo dije en cuanto lo escribiste, pero ahora lo hago ante un público más vasto.

Eduardo Poggi dijo...

Hermoso cuento, Héctor. Una descripción brillante de las escenas.

chely dijo...

Como bien dice María es cinematográfica. Pude imaginar como si hubiera estado allí.
Me gusto mucho Hector.

El Titán dijo...

qué pedazo de cuento master!

Ogui dijo...

¡Gracias mil! Sonrojado pero contento que les haya gustado.