Recién amanecía: era demasiado tarde para irse a dormir y demasiado temprano para ponerse a llorar. La vida te curte, te endurece, incluso puede embrutecerte pero Julián, después de que encontró un niño, envuelto en ese trapo hediondo, durmiendo en un oscuro zaguán, solo deseó salir corriendo. Contrasentidos, contradicciones, el blanco y el negro, el yin y el yang: adentro, el lujo dispendioso y platos con restos de comida, apilados en la cocina. Afuera, la mugre y la vida miserable de los linyeras.
Julián caminó. Caminó por las calles vacías de una ciudad adormilada. Recordó a Amanda y a Carlos, a Luisa y a Jorge y a su soledad de hombre sin pareja estable: los muchos amigos no remplazan al amor. A cierta altura de la noche, después de los brindis y los saludos efusivos, la bebida le había soltado la lengua y por un rato que se le hizo eterno logró experimentar el efímero placer de la venganza. Les dijo a todos y a cada uno lo que pensaba de ellos. Pero nadie se molestó, al contrario, todos reían, festejando lo que llamaron su “peculiar sentido del humor, entre negro y sórdido”. Sus risas lo enardecían más y más, malditos sean todos, pensaba mientras redoblaba la apuesta y arremetía con cizaña destacando los defectos, fallas y vicios de sus amigos. A Amanda, de tanto llorar se le había corrido el rímel, Carlos cabeceaba adormecido, indiferente a los epítetos de “gordo inútil y obsoleto” y “fracasado pelafustán” con que lo describía. Jorge —la copa siempre llena— disfrutaba de la escena como si nada de lo que Julián decía pudiera afectarlo. Solo Luisa, después de las primeras carcajadas, había caído en el silencio, observándolo con sus enormes ojos muy abiertos, como quien contempla a un loco. ¿Loco?, si tal vez lo estuviera, pero los locos, por lo menos, pueden decir impunemente lo que piensan, con la tranquilidad de que nadie se va a ofender, porque están locos. Además, era muy probable que cuando despertaran solo tendrían un recuero ambiguo de esa fiesta de fin de año.
Un sabor acre le subió a la boca y en su garganta nació una arcada. Julián se acercó al cordón de la vereda y vomitó; un fuerte efluvio de alcohol se desprendía del lechoso líquido rojizo con el que enchastró la vereda y su camisa. Se apoyó en un árbol y respiró hondo: se sentía mejor, pero no lo suficiente. Debía regresar; subiría a su auto, se recostaría en el asiento trasero y dormiría hasta que ese odio por la humanidad que le había despertado la borrachera se diluyera una vez más, mutándose en la habitual plácida complacencia. Pero antes haría algo, pensó, porque si el mundo se hunde irremediablemente en la indiferencia, es hora de despertar. Trastabillando y luchando contra el mareo que quería ganarle la partida deshizo las pocas cuadras que había caminado y regresó al punto de partida. En el zaguán, el niño abandonado todavía dormía. Julián buscó la billetera y sacó algo de dinero y se quedó ahí, con el dinero en la mano, mirando al chico. Se lo pondría debajo de la campera que usaba de almohada, subiría a su automóvil y chau. Pero no pudo, la náusea y el mareo fueron más fuertes. Se apoyó en un poste y volvió a vomitar: fue sólo líquido y ese olor pestilente a alcohol. No bebería más, a partir de ese nuevo año no bebería más.
Usó la alarma del automóvil para encontrarlo, con un poco de trabajo logró embocar la llave en la cerradura de la portezuela. Adentro, en el bolsillo de la puerta delantera encontró la botella de agua mineral, bebió un largo trago, se sentó en el asiento y cerró los ojos. Lo envolvió el sopor y su cabeza se deslizó hacia atrás.
Lo despertó un rayo de sol y el insistente gorjeo de los pájaros. La ciudad aún dormía. Bebió más agua y se mojó la cara. Miró el zaguán: el niño seguía allí. Sí, estaba loco, lo sabía, también sabía que se iba a arrepentir, pero se bajó del auto y avanzó hacia el chico. Lo alzó con trapo y todo, y lo acostó en el asiento trasero; después, cerró las puertas de su vehículo, encendió el motor y se alejó.
Acerca de la autora:
María del Pilar Jorge
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