“Hay que hacer algo para que sucedan cosas”. La frase estaba escrita en la parte de atrás de una campera de jean que llevaba puesta ella. Ella, una chica simple que conversaba con una amiga en ese subte de maderas crujientes de la linea A. Ambas, pequeñas, menudas, se reían de nada o de todo mientras yo me dormía, parado, de regreso a casa.
“Hay que hacer algo para que sucedan cosas”. La frase estaba a medio bordar con mostacilla. El resto estaba escrito con varios trazos de birome. Las estaciones, de mientras, se sucedían unas a otras con el vacío de oscuridad en el medio. Cada tanto un empujón, un codazo, pero siempre las risas de ellas metiéndose en mi sueño.
“Hay que hacer algo para que sucedan cosas”. El vagón seguía tragando oscuridad. Una oscuridad así de pringosa como la que se le pegoteaban a los días de mi vida en ese momento. Tal vez por eso es que me dí cuenta de que ellas tenían un sentido allí paradas, charlando, riéndose. Estaban para que yo las viera. Y sino ¿por qué una de ellas, la que estaba mirando hacia a mi lado, me guiñó un ojo y me preguntó si tenía sueño o si tenía un sueño, ya no lo recuerdo bien…
“Hay que hacer algo para que sucedan cosas”. Esas palabras, a medio terminar, iban abriéndose paso en mi modorra hasta que un frenazo me hizo trastabillar y caí en los brazos de un muchacho punk que me miró divertido mientras me devolvía a mi estado natural de un empujón.
Claro, me dije. Hay que hacer algo para que sucedan cosas. Porque de la nada no sale nada.
Entonces me dí vuelta para encontrarlas. Para contarles cuánto ellas tuvieron que ver con esa revelación. Pero no las vi más. Ya no estaban. Y, la verdad, hoy no sé si alguna vez estuvieron allí. O si todo no fue una trampa para darme cuenta que sí, que hay que hacer algo para que sucedan cosas.
Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/
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