No supimos vislumbrar que la invasión podría producirse en esos términos.
Siempre habíamos previsto que la primera señal de alerta la captarían nuestros instrumentos: cientos de naves con forma de platillo se dirigirían a la Tierra, gobernadas por seres de otros planetas, quizá de otras galaxias, con una tecnología muy superior a la nuestra. Tanta como para ser capaces de burlar la velocidad de la luz, puesto que sin tal burla, como es sabido, resultan imposibles los viajes interestelares.
Después cabía cualquier posibilidad: que fueran seres pacíficos y vinieran a reconducirnos ante un futuro que se presentaba caótico, o beligerantes, y trataran de someternos y apoderarse de los recursos naturales de nuestro planeta.
El Gid’donk era un simpático animalito que, de la noche a la mañana, comenzó a aparecer, sin conocerse su origen, en las tiendas de mascotas. Los comerciantes hablaban de su procedencia china, porque esa quizá era la salida más fácil.
Los niños se encapricharon pronto del animal con aspecto de koala que emitía unos graciosos ruiditos. Casi un peluche. Encantador. Tanto como su mal carácter cuando tenía el estómago vacío.
Y como se sabe que los niños se desencantan de la misma manera que se encaprichan de sus mascotas, pronto hubo legiones de Gid’donks abandonados en los parques, jardines, bosques y cualquier zona con vegetación.
Ningún padre fue consciente de la torpeza de su decisión. El Gid’donk demostró ser tan voraz y reproductivo como para que, en pocos años, desaparecieran las faunas autóctonas, y poco después los animales de granja y todo aquello de lo que nos alimentábamos. Entonces supimos que las falsas mascotas eran en realidad emisarios de los que estaban por venir.
Naturalmente, ya no encontrarían resistencia.
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