lunes, 5 de diciembre de 2011

Desde las estrellas - Gladis Lopez Riquert



En ese tiempo yo era una mujer muy joven, la finitud de la vida no se presentaba ante mi conciencia más que ante alguna muerte cercana y ajena, por supuesto, y la vida era muy larga. En realidad era infinita. A veces dolorosa, otras increíblemente feliz.
Lo conocí en una salida en bicicleta en una pequeña ciudad del interior, donde se podía andar por la ruta y cada auto que pasaba cada diez minutos promedio, tocaba bocina para saludar. 
Apareció de pronto, en una pequeña curva, sobre la banquina, apoyado en su pequeño auto azul, y que tardé en notar que no era un auto. Y a veces era una bicicleta y otras lo que yo le pidiera que fuese.
Y nadie nunca me había brindado tanta paz.
Fue al único que le pude pedir todo lo que se me antojara, sin culpa ni vergüenza: por ejemplo su presencia en cualquier momento en que lo llamara, un paseo, una caminata, una larga charla, un momento para llorar sin motivo aparente, una semana de soledad sin explicaciones ni reproches. Y siempre me brindaba un abrazo justo a tiempo. O un claro e implacable comentario ante un error mío y una amorosa sugerencia para corregirlo. Conocía el nombre de todas las plantas que veíamos y de todos los pájaros que cantaban a nuestro alrededor.
Me ofreció varias veces un viaje a las estrellas, una recorrida por todas las maravillas del mundo, una colección de corales y diamantes que abundaban en su planeta, una fórmula para lograr el mayor conocimiento universal, una vida mucho más larga que la de la tierra y muchas otras cosas que ya no recuerdo.
Pero entendió cuando le dije que no a todo eso. Que con nuestras charlas, los breves paseos en sus diferentes medios de locomoción y su compañía y su comprensión, a mi me bastaba.
Nunca me mintió sobre lo efímera que sería nuestra relación si yo elegía quedarme en la Tierra. Y yo le respondí que lo extrañaría muchísimo cuando se fuera, que nunca, ninguna mujer podría tener todo lo que él me había dado. Pero que mi lugar estaba acá, aunque sabía que lo perdería todo cuando él se fuese. Entonces, recuerdo que se sonrió enigmáticamente y me aseguró que no debería estar tan segura.
En el momento de partir para siempre y mientras yo secaba mis lágrimas mezcladas con la tierra que levantó su cohete al elevarse, apareció otro joven en bicicleta, con la sonrisa más seductora del mundo y me dijo:
—¿Me convidás con un poco de agua? Hace mucho tiempo que te veo andando por acá y nunca me animé a acercarme.

Hoy hace cincuenta años que intenté explicarle a ese hombre que aún está a mi lado que debería escucharme siempre cuando le hablara, que no debería enojarse demasiado ante mis errores aunque no supiese como corregirme, que era imprescindible dejarme sola de vez en cuando, pero luego volver. Y que no precisaba saber el nombre de todas las plantas ni de todos los pájaros, pero que de vez en cuando debería tenderse a mi lado a mirar las estrellas y aguantar verme derramarme en llanto, por un rato, sin motivo. Nunca me animé a preguntarle por qué él me aseguró conocer esas reglas, y no sólo porque siempre las cumplió, sino porque muchas veces lo sorprendo mirando las estrellas con los ojos un poco húmedos y brillantes.

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