Las sombras y el viento gélido ignoran por repetidas a las palabras sofocadas en el campo santo. El espacio muerto es experto y sabe de memoria que la impotencia nunca apela a originalidades. Entonces la voz entrecortada que pide perdón pasa inadvertida. Las frases y súplicas mueren sin peso en la tierra húmeda y perturbada. Una lápida virgen es testigo de los estériles arañazos en esa tierra que finge la solidez del mármol. Cada uno de los golpes de los furiosos puños cerrados retumba hueco en los oídos de un cuerpo entumecido, que los recibe como si llegaran al mismo centro de su estómago. Esa escena desgarrada ha sido representada tantas veces que la muerte, tan acostumbrada a la muerte, en su trascurrir perpetuo decide omitir. Es por eso tal vez, que como en aquella fábula del pastor embustero, el aire no presienta el desorden en el cuadro. El hábito no alerta y sin saberlo se vuelve cómplice. Entonces aunque esta vez los gritos y los ruegos, los llantos y la angustia lleguen desde lo profundo de la tierra, y sea el silencio cruel el que reine en la superficie, nada consigue que el campo santo pierda el equilibrio de su quietud, ni su imperturbable sosiego. El zumbido del viento se roba las últimas palabras agónicas, y una pala se desploma rendida, agobiada por la culpa.
Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/
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