Podría ser Vietnam. O Angola. Eso no importa. No hay espacio ni tiempo para el recuerdo o la consciencia. La vaguedad, la imprecisión, habita en estos hombres y los mueve, los cabalga como poseídos bajo el peso de las armas y la extenuación. Es la incerteza de los eventos y decisiones —o elecciones no hechas— que los ha llevado hasta este punto, tanto que nada parece ya pertenecerle a ninguno de ellos, ni siquiera un pedazo de piel cubierta de fango, ni siquiera un pedazo de recuerdo. Nombres, rostros y momentos —madres, novias, hijos, amantes; la primera saliva de una mujer, su sudor; la máscara de sangre de un rostro desconocido, extranjero y enemigo; el heno empapado a los siete años; el rosario (incrustado) entre las manos amortajadas del padre, en el ataúd; la imagen de un regreso a casa, o un abrazo—: todo se mezcla y se confunde, cada cosa abandonada a sí misma, en una duermevela con la mirada fija hacia adelante que repite maquinalmente pasos lentos y pesados. Se arrastra, la vaguedad, en esta procesión de larvas, columna de fantasmas de colores de la sombra que otra sombra, indistinta, perseguía.
Mientras avanzaban en la lóbrega jungla tropical, un sonido lejano retumbó en el horizonte en llamas.
Parecía la detonación de una mina o una bomba de napalm: rumores diversos entre sí, devastaciones incomparables —pensándolo bien, con cabeza de guerrero— en naturaleza y proporción. Pero las impresiones que podían extraer después de eternos meses de conflicto dejaban mucho qué desear...
De repente, así como comenzó, el sonido se esfumó de sus oídos y emergió una paz general. La selva, húmeda y goteante, continuó su lenta vida en un silencio de millares de voces como si fuera de día o de noche.
No fue una orden, ni un gesto del comandante. Alguien del grupo se agachó al suelo, apoyado en una corteza pelada, rezumante. Los otros, sin hablar, antes o después, siguieron el ejemplo del soldado. Después, sin percibirlo, entrecerraron los ojos como una mariposa agarrada al sueño.
En aquellos momentos los hombres apreciaron (como jamás lo habían hecho) la dulzura del aire matutino y creyeron soñar —o lo soñaron de verdad— el canto multicolor y cristalino de un centenar de papagayos ebrios de felicidad.
El sol ya había salido, ahorrándole al género humano el miedo a la sombra...
Traducción del italiano: Alejandro Ramírez Giraldo
No hay comentarios.:
Publicar un comentario