Estaba harto de esa vida. De estar todos los días detrás de algo que, más allá de pequeñas diferencias, era siempre la misma mierda. Con frecuencia se preguntaba si sus congéneres sentirían lo mismo o si, como su padre, su abuelo y todos los que lo habían precedido en el camino, aceptaban su suerte sin perder tiempo en cuestionamientos sin sentido. Porque, al fin de cuentas ¿qué otra cosa podían hacer? No solo habían nacido para esa tarea, sino que ella los definía, era su herencia, la identidad de su especie, el futuro de sus hijos… Según viejas historias, antaño habían sido considerados seres sagrados, cuasi divinos, con una misión trascendental… En la familia conservaban la estatua en piedra de un lejano antepasado, cuya negrura de basalto estaba surcada por signos que ya nadie sabía descifrar pero que, suponían, revelaban su elevado status anterior. Pero hoy nadie creía ya que tuvieran algo que ver con lo celestial, ni responsabilidad alguna sobre los ciclos solares… Debía abandonar de una vez sus estériles sueños. Con un suspiro de resignada aceptación, el escarabajo estercolero agachó las antenas, y prosiguió empujando la bola de excremento.
Tomado del blog: Palabras
Sobre la autora: Olga A. de Linares
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