—¿Me hace lugar, Don? —Dijo el muchacho vestido de Buster Keaton. El aludido se corrió emitiendo un vulgar flato como despreciando al interlocutor. Todos se dieron vuelta. —Espero que no sea ésa su opinión sobre mi vestimenta.
El que se había corrido, un tremendo gigantón candidato a oso en una película de National Geographics, le clavó la mirada con más odio que desdén.
—¿Me está buscando para pelear? —Dijo con sorna, porque el oponente había alzado la voz más de lo que era la norma en el vehículo.
—De ninguna manera: haya paz. Ése es mi lema, señor. Vaya tranquilo y controle el esfínter. El oso trató de abalanzársele, pero el vehículo aceleró y, sin asirse, se fue hasta el fondo arrastrando a todos los desprevenidos en el habitáculo. Se llevó una dama vestida de Blondie, levantó por el aire a la mujer que escuchaba en su dentadura postiza la pelea de Firpo con Dempsey y terminó aplastando un vaquero con sombrero alto que alcanzó a decir a los bomberos, tiempo después, que era Hopalong Cassidy mientras recogían sus partes.
El ruidito dulce del reseteo de Marilyn atrajo a todos y, por pocos segundos, se mantuvo el aire en vilo cuando acomodó su larga pollera plisada, dejando ver sus larguísimas piernas, mientras que un beisbolista le alcanzaba un voluminoso libro (que después se supo que fue el Ulysses de Joyce) con un medio beso en el aire.
—¡Gracias! —Dijo ella a Buster, pero ya éste se había ruborizado tanto que su traje se convirtió en otro de lana con un parecido ineludible al de Pierrot, aunque nadie lo reconoció en persona, porque tenía cierto parecido con Pulcinella.
—¡Qué desorden! —gritó la mujer de la dentadura radial, aunque parecía estar algo sorda.
—¿Qué sucede señora? —Le preguntó Buster.
—¡Que Firpo sacó al campeón del ring! ¿No es desordenado eso? ¡Hay que corregirlo!
Todos salieron del vehículo tras ella, entraron por el agujero al Polo Grounds y vieron al gran toro del cual sólo habían oído rumores, olieron esos olores fantásticos que tienen estos tipos cuando pelean y mandaron al oso, un poco maltrecho, a poner las cosas en orden. Cuando Dempsey se incorporó frente al enorme pampeano, volvieron a irse. La vieja, al entrar al vehículo volvió a gritar, pero esta vez, triunfalista:
—¡América prevalece! ¡América prevalece! ¡El toro ha caído!
Todos, menos Pierrot, quien con su lágrima eterna no podía, no debía reír ni alegrarse, se alegraron.
—¡Vamos, alégrese! —le ordenó el oso, pero nuevamente el vehículo aceleró y el oso se llevó con él varios tipos, entre ellos la Marilyn, uno con traje de caucho naranja y un señor de bombín que nadie conocía y parecía un espía belga.
El hombre del calzoncillo de titanio rojo se quedó enlazado con la rubia y no parecía sino gozar a pesar del golpazo. Atontado, contó la siguiente historia:
—Hoy, por ejemplo, un amigo de una amiga le dice que los que usamos esta vestimenta son sucios y putos (o putos y sucios). Como a) debería considerar que usarla me otorga el título como “usuario de esta ropa” y b) habla en género masculino, debo pensar que estoy incluido en el colectivo al que el dicente menta, por ende, me dijo sucio y puto. Uno nunca puede saber hasta dónde llega el sexismo, por lo tanto, la palabra puto es vaga, casi inconsistente. Como decir unicornio es crearlo, decir puto es honrar con el título a cualquiera. O sea, puedo ser puto por diversas causas o fenómenos de mi vastamente poligonal personalidad y no podría negarlo, porque es como negarle la entrada al aire en mi casa cerrando las ventanas. O sea, no debo ni negar ni admitir que soy puto.
¡Pero me trata de sucio, colegas! Eso es unívoco. Nadie puede equivocarse. Y no es posible. Voy a ir plantarle cuatro frescas. Machista sí es admisible entre los machos porque ¿Quién sabe qué es más macho, pinneapple or knife, diría la hermosa Laurie Anderson? Así que sonará sexista, pero decirle puto a alguien gratuitamente no puede comportar mala acción, después de todo uno se la pasa diciéndole puto a todo el mundo: al puto que aumenta el precio del azúcar a pesar de que nada justifique el aumento, salvo la mayor demanda porque el puto gobierno les da plata a los putos pobres para que coman y se hagan inteligentes como los putos de los barrios ricos que nos dicen putos porque nosotros les podríamos decir putos pero preferimos decirles que usamos calzoncillos rojos para que nos digan putos porque nos encanta que nos digan putos para mostrarles que tenemos una amplitud de criterio que ellos no tienen porque a ellos no se les puede decir putos porque si no te dicen puto o, peor, puto fascista, queriendo implicar que uno mató millones en España para defender a Franco o en Italia y Alemania y en los territorios que los putos les dejaron tomar por la fuerza. ¡Qué joda! ¡Pero decirme sucio! Eso sí que no se lo voy a permitir. Le voy a mandar un puto baluchiterio para que le mee la casa, el jardín, el auto nuevecito que seguramente pudo comprar porque los putos del gobierno dan dinero a los putos que los votan y los que no. Me calienta que me digan sucio, así que me voy a ir a bañar, aunque antes, a lo mejor, paso por alguna oficina para plantear que este ataque debe cesar.
Todos habían escuchado con atención leve al del calzoncillo rojo, menos la rubia que trató de incorporarse y al hacerlo mostró la entrepierna y todos la miraron. Luego siguió leyendo su libro, imperturbable.
El del largo discurso se durmió, la de la radio festejaba el triunfo de la maza de Manassa, Buster se acercó por atrás a la rubia y le dio un beso en el hombro, dibujando apenas apenas una sonrisa leve. Ella, sin darse vuelta, ofreció el otro hombro. El oso, desde el fondo, vio eso y lloró.
Encuentre al autor en: Héctor Ranea
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