—Te voy a matar —dijo. Su voz sonó calma en el silencio del amanecer, pero los brazos en cruz disimulaban el temblor del cuerpo, traspasado de ira.
—No me vas a matar —repliqué—. Y no por temor al castigo sino por la inutilidad del acto. Sabés perfectamente que resucitare cuando menos lo esperes y me vengaré.
—¡Yo soy el ángel! —viciferó—. ¡Soy el héroe poderoso, el campeón! —Ahora sí, perdida toda compostura, agitó su puño ante mi rostro. Reí, incapaz de contenerme.
—La misma ficción que te creó, la misma que los creó a todos ustedes, está despojando al mito de sustancia. No hay límite para la trascendencia, pero no en tu caso. Lo único que necesito es convencer, y ya estás enterado de la eficacia de mi máquina. La tecnología, querido amigo, la tecnología…
—¡La estupidez humana excede las capacidades de tu artefacto demoníaco!
—Hermosa palabra, aunque vacía de contenido; tu hermano está metido en el mismo problema que vos. La única diferencia es que él ya aceptó las cosas como son.
Bajó la cabeza, resignado, y sus hermosas alas cayeron hacia los costados, mustias. —¿No vas a dejar nada en pie?
—Nada de lo que ustedes crearon; ya hicieron todo el daño que fue posible hacer.
—Un personaje. ¿No suena como poca cosa? —El último intento sonó patético.
—¿Te parece? Repasemos juntos. Rascolnikov, Emma Bovary, Gulliver, Hamlet, Jane Eyre, don Quijote, Sandokan, Dorian Gray, Lolita, Robinson Crusoe... ¿Continúo?
—No, es suficiente. —Gabriel tomó su maleta, abordó el Expreso Imaginario, y desapareció para siempre. Pero no crean que nos pusimos a festejar. El tipo tenía su encanto y casi nos dio un poco de tristeza verlo irse sin pena ni gloria.
Encuentre al autor en: Sergio Gaut vel Hartman
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