martes, 15 de noviembre de 2011

¿Como? - Claudio Calomiti


En todo mortal escribiente —que casualmente escribe con la ilusión de la inmortalidad o acaso coqueteándole a la muerte (quizás sea lo mismo)—, algunas veces, en realidad muchas, el deseo y el hecho consumado de la escritura no logran encontrarse. No escapo a esta regla maldita y poco original de pretender inspirarse en la no inspiración. Viene a ser algo así como robarse a uno mismo. ¿Quién se queda con lo robado? Si la no inspiración se inspira en la no inspiración, esta no inspiración es objeto de la inspiración. La pone delante de sus ojos como un pintor a su modelo, que a pesar de que la ve ante sus ojos, primero la pinta en su mente. Nada más abstracto que pretender pintar la no inspiración, porque entonces estamos pintando a un modelo que en realidad no está. De eso trata esta maldita regla, de escribir sobre lo que no se puede escribir y que se parece mucho a esto que estoy escribiendo.
¿Como? ¿Estoy escribiendo lo que no puedo escribir? Si yo no puedo ¿quién es entonces? No caben dudas de que es otro, porque yo no puedo, por eso escribo esto que se supone que no puedo escribir. Alguien puja y empuja para que esto ocurra y no soy yo. Yo simplemente me corro a un costado del camino y con una reverencia genuflexa invito a pasar a ese otro que me roba y sin embargo es mi aliado.
Lo invito —a pesar mío y creo que de él también— a tomar un café en esos lugares de mala muerte que tanto me gustan y que es propicio para esta circunstancia. Se parece tanto a mí y sin embargo algo nos diferencia. Yo sé que no soy él, en cambio él piensa que soy él. En este punto juego con ventajas.
Decidí dejarlo hablar para ver con qué se viene y además con la no muy honesta intención de que se pise solo. Como adivinando mi propósito, me mira con cara de lástima, me palmea el hombro y amenaza con el silencio. Sonrío intentando romper este hielo que quema, pero nada. Le digo que para esto mejor nada. Levanta los hombros, las cejas y cuando me estrecha la mano me doy cuenta de que se está yendo.
Deduzco que no es un aliado incondicional, así que mejor tratarlo de otra manera.
Si no es incondicional ¿cual es su condición para que sea un fiel aliado? Primera condición —me dice— es no creer que soy un aliado fiel. ¿Y de que depende tu fidelidad? De tu incondicionalidad —me contesta risueño—. ¿Como? Si —continúa ahora serio—. Tu incondicional fidelidad a mi condicionada fidelidad.
Levanto los hombros, las cejas, y todo aquello que podía levantar en ese momento —totalmente desconcertado— y antes que me estreche nuevamente la mano, me voy pensando que es un soberbio, pero mejor, no sé por qué, debería respetarlo. ¿Para que? Me dije en un grito que suscitó las miradas de los transeúntes. Como no encontré respuesta a esa pregunta, la cambié: ¿Por qué?, como las condiciones no cambiaban me hice el idiota y no seguí haciéndome preguntas sin respuestas.
Pensé: ¿mi incondicional fidelidad a su condicionada fidelidad? ¡Esto es injusto y desparejo!
Estas son las condiciones. Lo tomo o lo dejo. ¿Qué tomo y qué dejo si allí supuestamente no hay nada? Curiosamente, necesito creer que sí lo hay y que eso va a ser mi salvación. Entonces, donde no hay nada va a ocupar el lugar de mi nada. ¡Ah, no, gracias! Con mi nada me alcanza y me sobra como para bancarme otra nada más. Porque, no nos engañemos, nada más nada sigue siendo nada. ¿O no?
Quizá no. Si después de tantos no, respiró un sí. Si después de tanto negro, amagó el blanco. Si después de tantos después vibró un ahora, ¿por qué no?
Convengamos que es como estar desnudos en un estadio frente a una multitud y tener tan solo para cubrirse el viento, con suerte. Y como uno no puede apostar todo a la suerte mejor pensar que el viento es una quimera y el hombre una ciruela.
Creo que voy por buen camino. Es una leve sensación de pacificación interna. ¡Pero qué lindo que suena todo esto! Ahora que entiendo todo y todo se parece tanto a nada.
Vuelvo a encontrarlo y lo increpo con un: ¡Está bien! Ganaste, y ahora ¿qué?
—Falta, falta —me dice acentuando la F.
—¿Qué falta? —le digo al borde de no sé qué, pero con la seguridad de que era al borde de algo.
Le noto una sonrisa diferente. Dice: —Empezamos a conocernos y eso es bueno. ¡ De eso se trata y vuelve a apretarme la mano.
Entonces, si de eso se trata, eso es: nada.
Lo veo irse y noto algo extraño en su caminar. No toca el piso y se ayuda con los brazos y las manos para avanzar, como en un imperceptible aleteo. Me mira por encima del hombro, guiñándome el ojo con una sonrisa cómplice y dice: ¡por algo hay que vivir! ¿No? Me saluda abriendo y cerrando las manos como el bebé que aprende a saludar.
Después de todo —concluí— no es tan malo como parece.
Me quedé pensando que me habrá querido decir y concluí que seguramente, nada. Pero no ese nada de nada, sino ese nada de todo que está en la punta de nuestra nariz y pensamos que no sirve para nada.
¿De que estaba hablando?
¡Ah! ¡Si!....de esto que se parece bastante —fíjense ustedes— a lo que la gente tan suelta de palabras llama felicidad, a la cual defino como: ese estado de la nada en la que uno nada encuentra y que no se parece en nada a ese estado de la nada en la que uno se encontraba.
Acaso, nada creció allí y evitó que todo muriese en la nada.

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