No era el mejor trabajo, pero tampoco el peor. En todo caso no había motivo para que me despidieran, tampoco para que yo me deprimiera, y sin embargo, antes de que termine este viernes, ya soy un desempleado. Los quiero mucho a todos.
En el café miro tras el cristal, la maleta a mis pies, veo a la gente, garabateo algunas líneas en una servilleta y me hago la apuesta de que, si no me encuentro con algún conocido antes del tercer café, entonces llamaré a Ana y le diré ¿Te gustaría ser mi novia?
Al segundo café miro pasar a un hombre con cara conocida. Quizá es mi imaginación pero es idéntico a Gabriel García Márquez, el escritor. La servilleta dice Ana por todos lados, entonces pido el tercer café y tomo el teléfono celular. Suena una vez, dos veces. Me sudan las manos. Trago saliva. Me aclaro la garganta. Hola, Ana ¿te gustaría ser mi novia?, me preparo mentalmente a contestar. No mejor, Qué tal Ana ¿cómo estás? No, tampoco: lo desecho por demasiado estudiado. Está mejor: estaba tomándome un café y pensaba que quizá tú… Suena por tercera vez. Qué tal reinita, si tú siempre me has gustado. No, demasiado vulgar. En eso cuelgo.
Para mi sorpresa veo a García Márquez que entra el café. Se queda un momento allá, a unos pasos de la entrada. Pienso que busca a alguien con la mirada. Es idéntico al Gabo, pienso. Hasta en el maldito bigote se parece. Trae un saco café y unos lentes que le quedan un poco grandes.
Ana no me contesta, no veo a nadie conocido, la mesera se dio cuenta que no pienso consumir nada más y mira con desdén: lo único que me queda es salir en retirada.
¿Es usted Miguel Fartúa?, escucho. Al girar la cabeza miro a García Márquez a tres metros de mí.
Debo estar seguro. Ahora cualquier escritor se viste como García Márquez, aunque quizás él no sea escritor, sino dramaturgo. O ni escritor o dramaturgo, sino simplemente alguien que me ha confundido con otro Miguel Fartúa que no sea yo, sino otro que se llame igual.
¿Perdón? Digo estirando el cuello. Rara vez olvido un rostro; puedo pasarme semanas tratando de ubicar alguno, pero siempre lo consigo. Y a este lo vi en la portada de un libro suyo que alguien dejó olvidado hará cosa de tres o cuatro meses en el trabajo, quiero decir, en mi extrabajo. Además, es el escritor favorito de Ana.
García Márquez voltea para los lados. Luego se acerca un paso y me dice más con el rostro que con la voz:
Que si es usted Miguel Fartúa, el botones del Hotel Monterrey, el que queda de aquí a dos cuadras.
Ahora sí noto un acento definitivamente extranjero. Nomás eso faltaba: que después de ser despedido algún cliente todavía me busque para reclamarme.
-No señor, le contesto, soy mesero de un bar. Para luego corregirme en voz baja: “era”.
- Perdone usted, me dice, y se retira. No puedo resistir la tentación. Apenas da dos pasos, lo llamo:
-Disculpe. Él se detiene. Su figura parece la de un abuelo a quien le gusta bromear.
-¿Sí?
- ¿Es usted Gabriel García Márquez, el que escribe?
Levanta las cejas, en gesto que parece más de sorpresa que de molestia. Y dice en tono divertido:
-Hombre, pero acá las preguntas las hago yo. Y al decir esto pienso que está a punto de soltar la risotada.
- ¿Cómo se llama usted?, revira. Yo me pongo nervioso.
- Aurelio.
- ¿Aurelio qué?
- Aurelio Martínez.
- Mire señor Martínez, busco a un tal Miguel Fartúa, que es el botones del hotel en el que me hospedo, me dijo la recamarera que lo podía encontrar aquí.
- ¿Y podría saber para qué lo busca? digo, si no es indiscreción.
García Márquez se acerca un poco hacia mí y lo invito a sentarse. Él titubea y finalmente se sienta. Me parece que de cansancio. Estaba a punto de responderme cuando aparece una muchacha muy joven que le pide un autógrafo. Y detrás de ella otra que al parecer venía con la primera. Cuando nos dejan solos el escritor saca un sobre amarillo de entre su saco. Me sudan las manos y me muerdo la uña del dedo meñique. Dos señoras mayores lo han reconocido y se acercan; una de ellas por poco se cae encima de él al querer abrazarlo. Las dos señoras y García Márquez se ríen: si esto hubiera pasado hace 25 años se lo habrían comido a besos. Comienzo a incomodarme; me dan ganas de levantarme y salir corriendo. Varias mesas murmuran y algunos voltean hacia acá. Más bien la mayoría. Se aproximan tres muchachos juntos de diferentes edades, y detrás un señor calvo con un chaleco a cuadros.
- Le sonará raro, dice con la mirada en mi taza de café, pero quise recordar mis tiempos. El botones del hotel se llevó mi maleta así que salí a buscarlo. Como si fuera a escribir una nota para el periódico, haga de cuenta. Y me muestra las uñas al terminar la frase.Me fijé que dijo “se llevó”, y no “me robó”.
Uno de los tres muchachos le pide un autógrafo y detrás de ellos el calvo del chaleco. Ya se habían juntado además otras tres señoras, un señor que traía un maletín y una mesera que decía compermiso, compermiso, mientras alargaba un trozo de papel para que se lo firmara. Ocho en total. Siento que me falta el aire. García Márquez saca el reverso de una foto que dice “Empleado del mes”. Al voltearla me doy cuenta que es una foto mía.
-Don Miguel: tiene usted cojones, pero usted me regresa mis libros ahora mismo.
Qué dirá Ana cuando le cuente.
Tomado de:
Milenio
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