viernes, 30 de septiembre de 2011

El tiempo es un capricho que nos imponemos – Ricardo Germán Giorno


La encontró de improviso, no la buscaba.
—¿Dónde vas? —dijo el gato.
—A casa de mamá —dijo ella—. Hace mucho que no la veo. Me exige, me exige, y no se da cuenta de que yo también soy vieja, que me cuesta salir de mi casa.
—Te llevo —dijo el gato mirando la hora en el celular—. Tengo tiempo. Paso a buscar a mi esposa a las diecisiete.
—¿En serio? —ella lo abrazó y le dio un beso en la mejilla—. Qué lindo que sos, gatito.
En Nazca y Jonte, subieron al Fiat Punto de él, y enfilaron para Juan B. Justo. El tránsito caótico de la Buenos Aires moderna los atrapó.
—En esta avenida siempre el mismo quilombo —dijo ella.
El gato la miró: no había cambiado mucho. Le dio cosa no poder verle el pelo lacio, castaño brillante de antaño. Y el vaquero le escondía aquellas rodillas que a él tanto le gustaban.
De pronto, la cantidad de autos disminuyó.
—Che —dijo ella—, no me acuerdo de que Juan B. Justo mantenga el empedrado.
—Tenés razón, había empedrado en la época en que éramos novios. ¡Uy, mirá un Gordini! Y que bien mantenido, parece nuevo. Siglos sin ver uno.
Empezaron a toparse con autos que se fabricaban en su juventud. ¡Un Di Tela! —decía él— ¡Un Rambler! —señalaba ella.
La palanca de cambios se mudó al volante. El gato se miró: vestía un Lee gastado, mocasines doble suela de Los Angelitos, una Lacoste y, lo mejor de todo, la panza había volado.
Se atrevió a mirarla: un enterizo de corderoy con minifalda infartante, mocasines de Guido, aquel pelo castaño brillante en una melena con vida propia. La eterna sonrisa, el rojo atado de jockey en la mano y esas rodillas amadas, rematando los muslos firmes, diferentes a otros muslos, pero perfectos para el gato.
Liberada del cinturón de seguridad, ella se recostó contra el hombro de él. Y él se acordó de la primera vez: todavía no eran novios, se había armado un bailongo de improviso, y alguien puso Here, thehere and everywhere. Él la sacó. La abrazó, entonces ella cerró los ojos, apoyó la cabeza en el hombro de él, y flotaron acunados por Paul.
La ciudad se hizo más baja, los duplex desaparecieron. El gato manejaba una vez más aquel milquinientos de su padre.
¿Qué decir en ese momento? Él dejó que ella hablara, subyugado por la energía de la magia que los envolvía. Paralizado por la experiencia de volver a vivir un amor que había superado cuarenta años.
¿Era verdad todo esto? ¡Y qué carajo le importaba! Sólo sabía que sucedía y de que era maravilloso.
Por fin llegaron a Salguero y Güemes: la casa de la madre de ella. El barrio se le presentó igual a aquellos años.
—¿Qué fecha es hoy? —dijo él.
Ella dejó de sonreir.
—Once de diciembre de mil novecientos sesenta y ocho —dijo, los ojos abiertos, como expectantes.
—Ah, entonces es el día que debo preguntarte algo.
—¿Qué? —Ella le acarició la cara— ¿Qué querés preguntarme?
¿Qué decirle? El gato se sentía de nuevo un adolescente. Las mismas mariposas en el estómago antes de tirársele a una mina. Aunque la que tenía enfrente no era cualquier mina, no señor.
—¿Querés ser mi novia? —dijo por fin, avergonzado de ser tan pelotudo.
La sonrisa de ella volvió.
—Sí —y le dio un tierno beso en los labios—. Para mí nunca nos peleamos, ¿Sabés, gato? Sólo dejamos de estar uno al lado del otro.
—Es cierto, yo…
Ella le apoyó un dedo en la boca, para callarlo.
—Aún sin vernos, aún lejos, aún con otras parejas, siempre que escuchaba a Los Beatles, era tu novia, gato.
Se bajó y cerró la puerta.
Quedó pensativa.
Abrió la puerta. Entró, apoyó la rodilla en el asiento, y le dio otro beso, aún más tierno que el anterior.
Cerró la puerta.
El gato sintió un sacudón, cerró los ojos.
Cuando los abrió, ella pasaba delante del auto. El pelo rubio recogido en una graciosa colita de caballo. Los vaqueros ajustados, el andar elegante. Se dio vuelta antes de entrar a la casa y le envió un beso.
A él se le encendió el pecho en una llamarada renovadora, única, tan única como ella. Como ahora estaba ella.
El gato puso primera, gozosamente otra vez en el dos mil nueve.
Antes de doblar por Güemes se dio cuenta de que el viaje en el tiempo era posible. No se necesitaban costosas maquinarias, ni energías increíbles, ni ridículas teorías. Sólo bastaban dos corazones latiendo al unísono.

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