Yo no conocí a mis abuelos varones. Por la vía de las circunstancias, el lugar vacante lo ocupó un tío de mi papá a quien llamé “Tata”, de común llevaba un pañuelo anudado al cuello. En casa y al amparo de la galería, los domingos Tata servía el vermut para los dos, para él y para mí; mi papá trabajaba, eran épocas de estrecheces. En el vaso chico que me correspondía, él dejaba caer una débil mancha de fernet y lo llenaba de soda, y perforaba la espuma con un chorrito de Cinzano. Apenas si Tata ensuciaba la soda, pero para mí ese era el orgullo de mi vermut. Picábamos un poco de queso y él, que había sido hombre de montar, me charlaba de caballos, a reconocer los distintos pelajes, y el que más me gustaba era el tobiano. Me contaba de autos, de Fangio, de Gálvez. En la baraja, me enseñó a jugar a la Escoba y al Chinchón; y me habilitó a mentir, sólo en el trance del Truco. En la conversación, mechaba líneas sobre el carácter que hace a un hombre verdadero. Me regaló un cuchillito con cabo de plata para comer asado.
Un domingo escuchamos un estruendo y un posterior griterío entrando por el zaguán. Tata, en mangas de camisa, se calzó el chambergo y salió a la calle. Yo, detrás de él. Dos tipos habían chocado sus autos en la esquina y finteaban sobre el empedrado para agarrarse a trompadas —en aquel entonces, un choque necesariamente suponía imponer razones a los tortazos—; rápido, los curiosos les habían hecho rueda y alentaban el combate. Tata cruzó sus espaldas en el entrevero apartando a los rivales; con una mirada de reproche y sin levantar la voz, les preguntó si no les daba vergüenza agravar el entuerto. Ellos, de gritonearse pasaron a cuchichear sus rezongos cada uno por su lado, y a regañadientes intercambiaron sus datos antes de irse. Por siempre, guardé en mi memoria el modo en que Tata acomodó aquel asunto.
Un día se enfermó mal, acusó dolor en el pecho. “Cardíaco” escuché que decían. En aquellos años, quien sufría del corazón estaba condenado. A quedarse inmóvil mandaban los médicos, y con buen abrigo; de remedio, sólo alguna píldora ingenua. La vida de Tata distaba mucho de estarse quieto, y el fin le llegó más temprano que tarde: yo no había cumplido los diez años. Fue la primera vez que vi la cara a la muerte.
Todavía conservo aquel cuchillito, y en cada vaso de vermut que honro va una gota de la esencia de aquel hombre: mi Tata.
José Antonio Parisi
4 comentarios:
Yo a mi abuelo le decía Tatá. También amaba los caballos y me enseñó a jugar a las cartas. Gracias por acercarme el recuerdo de aquel hombre extraordinario a quien tanto quise.
Un abrazo
Me revolvió mis recuerdos.
Muy buen cuento.
muy bueno, José!
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