lunes, 15 de agosto de 2011

Amores juveniles – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—¡Hernández! —exclamé al verlo—. ¿Qué está haciendo, por Dios! ¿Perdió el trabajo? —agregué antes de advertir que estaba jubilado, como yo.
—¡Sh! ¡Cállese! Después le explico.
Así empezó mi diálogo con Joaquín Hernández Solvay, ex compañero de rugby en el SIC y colega en la División Materiales Nucleares Inestables en la Agencia Internacional de Energía Nuclear. Un maestro de maestros, casi un genio, al que ahora me había encontrado vendiendo fruslerías en un colectivo, bondi, para los conocedores. Era intolerable. Me acurruqué en el asiento y esperé a que hiciera su trabajo. ¿Por qué vender baratijas si estaba jubilado? ¿No le alcanzaba?
Al cabo de un rato, hizo ademán de que bajaría, por lo que me bajé con él, aunque no pude hacerlo con su presteza y agilidad y debí esperar a que el micro se detuviese, ante la mirada poco gentil de todos los que querían llegar cuanto antes a sus casas.
Estábamos cerca del puente sobre la avenida Santa Fe de la Vera Cruz, cerca del hipódromo. Algo me hizo maliciar que su nuevo trabajo tenía que ver con los nobles cuadrúpedos.
—¿Los pingos? Nada que ver —me dijo cuando se lo pregunté—; esto lo hago más por vergüenza que otra cosa, ¿sabés?
Nunca me había tuteado en el trabajo. Éramos como hielo y aceite. Él un témpano, yo una jarrita del líquido. Había quienes lo comparaban con Fermi; así nos trataba, como un caballero que siempre iba de punta en blanco al trabajo, alguien que dirigía el procedimiento que se siguiera ese día con la mayor escrupulosidad y no permitía el más mínimo gesto amistoso que pudiera poner en peligro el experimento, de modo que nadie reía siquiera en su presencia. Al tutearme me sacaba de mi esquema. De todas formas, con tantos años pasados desde que nos jubiláramos, cualquier cosa podía suceder. Incluso que me tuteara.
—¿Me creerías si te digo que lo que me trajo a esto fue una noche de eventual desenfreno sexual?
Le creí, claro que le creí. Un hecho como ese puede romper los esquemas en los que has vivido siempre. Pregunté por los detalles.
—Lo usual, Bermúdez, lo usual. Conocí a una jovencita, treinta y cinco, no más; se declaró enamorada de mí, como la de la película de Woody Allen, ¿la viste?
—No, no me gusta Woody Allen.
—No importa. Le hice saber que yo no estaba a la altura de la situación. No por mi altura, claro —se ruborizó un poco porque era algo petiso— sino por el asunto de la edad. Podría haber sido su abuelo, o casi. Imaginate. Pero ella decía que estaba tan enamorada de mí; mi experiencia, mi sabiduría, mi inteligencia. Su sueño era ser amada por un tipo como yo. Y para mí era el sueño del pibe hecho realidad.
—¿Y eso qué tiene que ver con su situación actual?
—Tuteame, nomás, ya no estamos en la Agencia. Tiene que ver. Lo que pasa es que soy muy vergonzoso y no supe cómo entrar a una farmacia y comprar un par de profilácticos y un blíster de Viagra.
Lo miré interrogante.
—Y, claro… sin esas pastillitas azules… —me dijo con media sonrisa.
—Pero de todos modos… no entiendo…
—Anduve dándole vueltas a una farmacia. Entré y justo conmigo se meten dos señoras mayores. Me hice el tonto un largo rato hasta que el segundo dependiente entró a sospechar, me encaró y tuve que comprar cualquier cosa… un par de cepillos de dientes, compré.
—Sigo en ayunas.
—Fui a otra farmacia. Y me pasó algo parecido. Recorrí más de ciento diez farmacias. Me llené de tubos de dentífrico, cepillos e hilos dentales. Me gasté dos meses de jubilación.
—¿Y la señorita? —pregunté desconsolado.
—Se cansó de esperarme, supongo. Habrá pensado cualquier cosa y se mandó a mudar. ¿Recordás lo que dice el tango? Amores de estudiante…
—…flores de un día son —asentí.
—No, Bermúdez, me esperó como cinco días. Nunca conseguí el Viagra.
Cuando nos separamos, ya me había encajado seis cepillos, tres tubos de pasta con flúor, un enjuague y dos unidades de hilo dental. Al menos por dos años no necesitaría volver a entrar a una farmacia, pero ayudar a un amigo a salir del pozo no tiene precio. La mañana pintaba lindo para jugar al ajedrez en el Botánico y después de perder tres o cuatro partidas, darle de comer a las palomas. A mí no se me hubiera ocurrido entrar a una farmacia a comprar Viagra.

Héctor RaneaSergio Gaut vel Hartman

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