—¡No por favor! No lo hagas —la voz sonaba quebrada por el llanto, la impotencia y los años de amor convertidos en dolor.
Una vez más, la violencia se adueñaba de la casa. De aquella casa que vio los mejores años de felicidad compartida entre mates amargos, música, amigos y buenos momentos.
Esta vez el contexto era la habitación matrimonial desordenada, el televisor de fondo con una serie donde los policías son los buenos de Miami, la única mesa de luz con un velador que iluminaba el suelo, una silla repleta de ropa para planchar y la cama como un campo de batalla, con limpias sábanas blancas.
Faltaba dinero, el que él guardaba secretamente en lugares impensados. Y sólo había una sospechosa, una Juana de Arco destinada a ser quemada en la hoguera si no aparecía la insignificante cantidad utilizada para los enanos placeres mundanos; y no para los rutinarios gastos de la casa.
Las altas horas de aquella sofocante madrugada, el exceso de alcohol, alguna discusión de política engendrada en la mesa de una pocilga que pasaba por bar, fueron la sal y la pimienta ideal para ese que era dueño de la vida, del mundo, el que tenía el universo rendido a sus pies. Con todo ese poder, volvió a su hogar descuidado, en busca del dinero perdido, que no encontró. Pero la vio a ella dormida, enredada en los sudarios del lecho donde alguna vez gozaron y disfrutaron del amor puro y verdadero de los enamorados.
Él la despertó y le hizo mil preguntas a las que ella no tenía respuestas.
Ella sabía lo que iba a pasar. Se levantó y fingió revisar cajones repletos de cosas sin uso, bolsillos de viejos sacos que se usaron una sola vez, tapitas de luz incrustadas en la pared despintada. Y nada. El dinero hecho un rollito envuelto con goma elástica no estaba.
Las preguntas y respuestas fueron subiendo de tono, se convirtieron en gritos, en reproches viejos, en sermones mentirosos y en broncas retenidas.
Ella se sumergió en el silencio acostumbrado y volvió a la cama. Él la siguió para recuperar lo que hace tiempo se le había ido de las manos. Trató de calmarse y se sentó un costado; las piernas abiertas, las manos entrelazadas, la cabeza hacia abajo; como claros signos de haber sido vencido, de ya no poder más. Y comenzó el monólogo donde no faltan las disculpas, los problemas de su infancia, la adolescencia complicada, el quebrado proyecto compartido, el costo de la responsabilidad familiar, el trabajo que no es el ideal, el sentimiento del músico que murió hace años, la fatiga de querer ser y no encontrar la forma.
Ella en silencio. Un largo e inagotable silencio. Inmutable
Él se acordó del porqué de la discusión y, como devoto que acaba de salir del confesionario libre de culpa y cargo, arremetió nuevamente: La plata, ¿dónde está la plata que necesita para volver a salir?
Los sentimientos de ella y él se mezclaron. Y hubo confianza destrozada, viejos celos, miedo a los golpes, intimidad coartada, desasosiego a flor de piel, nosotros dividido en vos y yo. Y toda la furia reinante cayó sobre el cuerpo de ella. Él montó a horcajadas sobre el vientre que tantas veces acarició soñando nombres para bebés que se gestaron allí, o besó en momentos de extasiado placer.
Y con ambas manos duras y callosas, las que solían jugar con el cabello rizado de ella y acariciar la comisura de sus labios antes del beso dulce con sabor a chocolate, oprimíó su cuello.
Y así comenzó el final.
—¡No por favor! No lo hagas —la voz sonaba quebrada por el llanto, la impotencia y los años de amor convertidos en dolor.
A los oídos de los pequeños hijos de ambos, llegó la desgarradora súplica. Ellos intervinieron con sólo una palabra, la que al él tanto le costaba afrontar, la que tantas veces se repetía en el día, carente de significado:
—¡Papá!—
La palabra sonó como una flecha salida del arco, como la bala disparada por el asesino, como el punzón entrando en el hielo. Toda la escena se paralizó.
Jamás, en toda su vida, ni en las perores etapas, ella imaginó ni soñó semejante situación. Fue el punto final. De a poco, muy lentamente sintieron que la sangre volvía a correr por sus venas, intentaron volver a un atisbo de normalidad. Ninguna lágrima quiso asomar. Ella despacio, cansada, sin brillo en los ojos, sin alma, se acercó a la cajita de zapatos que estaba sobre la heladera, alta para que los chicos no la alcanzaran y tomó muchas pastillas de muchas clases, de muchos colores. Después de aquella humillación, ya no valía la pena seguir viviendo.
Hasta que paraditos, ahí en la puerta los vio a ellos. Los pequeños no entendían lo que pasaba, en busca de un sentimiento de protección acudieron a los brazos de ella. Que siempre estaba ahí. Por y para ellos.
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