jueves, 14 de julio de 2011

Ejemplar de laboratorio - Adriana Alarco de Zadra


Santiago vive en un laboratorio. Ha nacido allí. Lo han tratado bien, no se puede quejar, pero no sabe lo que hay al otro lado de las paredes ni de las ventanas que dan a los pabellones diferentes del lugar en donde vive. Tiene muchos deseos de ver lo que sucede afuera. Desde pequeño ha tenido esa curiosidad pero ahora ya cumplió siete años, según le han hecho saber. Es tiempo de salir. Está pensando en un plan para poder escaparse y observar cómo es el otro lado del edificio donde vive. Hay muchos corredores con miles de puertas y rejas con candados. Las ha visto cuando lo llevan rodando en camilla de una habitación a la otra, de una sala de operaciones a un dormitorio de rehabilitación.
En las noches oye murmullos y alaridos pero no sabe de dónde provienen. Una vez vio a un animalito que se fugó y llegó cerca de donde él estaba en ese momento. Lo observó solamente a través del vidrio de una puerta porque lo cazaron y se lo llevaron, medio muerto de susto como estaba. Parecía una rata pero era más grande. Él ha visto algunos animales en la pantalla, cuando lo dejan mirar, porque generalmente, no le está permitido. Los instrumentos y aparatos que tienen allí son solamente para los médicos investigadores y no para los ejemplares de laboratorio, como le han dicho.
Conoce a casi todos los doctores, a las mujeres que barren en las mañanas y a los limpiadores de lámparas y vidrios. Cuando son nuevos, algunos van una sola vez y no quieren seguir trabajando allí. Probablemente se asustan de la responsabilidad pero el caso es que no los ve más. A veces, algunas personas le traen juguetes de regalo. Sobretodo las mujeres que barren. Felizmente, tiene un cuarto todo para él, donde puede hacer correr su camión de madera, jugar a la pelota o armar una guerra con sus soldados de plástico. No es muy grande y no tiene ventanas pero, al menos, es un lugar sólo para él. No conoce otras personas que se le parezcan, pero tampoco ha visitado los otros dormitorios. Habla con dificultad, cuando le preguntan algo, y sólo con los médicos que lo atienden.
No lo dejan salir del establecimiento porque no puede recibir los rayos de sol en su cuerpo. Además, ha estado muy delicado de salud últimamente.
Cada cierto tiempo debe quedarse en cama y lo alimentan a través de tubos y agujas que hincan por todo su cuerpo. Entonces, vienen otros médicos a examinarlo, a estudiarlo, a analizar su sangre y sus vísceras. Lo colocan sobre una camilla bajo muchas luces y lo revisan. Están horas contemplando cómo pasa la sangre por sus venas y cómo se mueve el corazón. Sí, porque su piel es transparente y pueden ver dentro de él como si, verdaderamente, no existiera para nada.
Felizmente tiene un nombre. Él es Santiago. Si no lo tuviera, pensaría que ni siquiera es alguien, porque ser transparente le da la sensación de disolverse en cualquier momento en el agua en que se baña, o bajo la luz artificial donde lo colocan para examinarlo.
Quiere salir del laboratorio y ver lo que hay afuera porque después va a pasar largo tiempo en cama. Dentro de poco le van a cambiar la médula espinal para ver cómo se comporta su cuerpo, según ha escuchado decir a los médicos cuando conversan entre ellos. No necesitan ni anteojos, ni radiografías, ni microscopios. Basta observarlo y, cuando se desnuda, él mismo ve cómo se mueven sus huesos, cómo corre la sangre, cómo llega el alimento hasta su estómago y luego baja por los intestinos. Ha aprendido todo eso, mirándose a sí mismo, a ratos, porque tampoco le permiten quedarse mucho rato sin la ropa.
Esperará a que sea la hora en que se retira la mayor parte de los médicos para procurar llegar a la puerta del establecimiento y ver lo que hay afuera. Ha pensado, con astucia, cómo hacer para que la puerta no se cierre del todo, y poder abrirla desde adentro.
Cuando escucha que se despiden los ayudantes, asistentes, auxiliares, médicos, investigadores, químicos, farmacéuticos y demás personas que lo rodean de día, se escabulle. Quita el cartón de la puerta donde lo ha puesto para impedir que se cierre herméticamente y sale de puntillas.
Al fondo de un corredor largo, ve escaleras en espiral y baja, un pie delante del otro, cogiéndose de la baranda porque teme caerse. Nunca ha bajado o subido una escalera. ¡Ya era hora que lo hiciera! ¿Cómo no se le ocurrió antes? ¿Es que estaba siempre medio dormido, o es que ahora está más despierto?
Paso a paso llega al fondo de la escalera que parece un caracol. Hay un reflejo en la pared. Se asusta porque parece una calavera andante. Acerca la mano y el reflejo acerca su mano. Se tocan y el otro es frío. Alza los brazos y el reflejo también alza los brazos. ¡Horror! ¿Esa calavera andante es él? ¿Un ser lleno de latidos por dentro, con una piel tan cristalina y delicada que lo cubre? Escucha latir su corazón y parece que fuera a salirse de su pecho.
Aterrado, corre hacia la puerta. No está cerrada con llave. Escucha que alguien lo llama desde lejos. No se detiene. La abre y sale finalmente al aire libre, al espacio exterior, fuera del laboratorio donde pasó su vida desde que nació. Los últimos rayos del sol, detrás del pabellón de enfrente, lo bañan de luz. Siente que la piel le quema, se incendia, le sale humo y poco a poco, se va desintegrando, disolviendo, desapareciendo hasta que queda sólo un montoncito de ropa, lavada, desinfectada y planchada, en el suelo.
Eso es todo lo que encontraron de Santiago, en la puerta del establecimiento médico, el día que tuvo el valor de asomarse fuera del laboratorio.

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