El viejo siempre juega a la quiniela en la misma agencia. Hace más de 10 años que es, casi, su única salida de casa. Se viste con su pantalón de jogging y una de sus camisas blancas que mitad encaja en el elástico de la cintura y mitad cae suelta en la espalda, en un intento silencioso por ocultar el culo marchito, y camina, entonces, la cuadra y media que lo separa de la quiniela. Eso es a la mañana. Si vuelve a jugar por la tarde, ya no sale. Llama por teléfono, indica su jugada, y al día siguiente paga. Una vez al mes, un poco más, a veces menos, se olvidan de hacerle caso, o se olvidan de pagarle y su rutina se complica. El viejo se queja. Jura que nunca más volverá a jugar. Se queja de la pérdida de respeto. De la falta de moral. Y se va. Ese mismo día camina un poco más, tres cuadras, hasta otra agencia que no lo gusta tanto y hace su jugada. La rabia suele durar un mes. En ese mes se cruza con el vecino dueño de la agencia y lo ignora, con orgullo. Pero llega el día, y él lo sabe antes que nadie, que tiene que ceder y entonces deja de caminar las fatigosas tres cuadras, se queja de la mala suerte y vuelve a su vieja agencia de quiniela, donde lo miman un poco, pero no demasiado, para que no se ofenda ni se pregunte si tanto afecto no es un poco falso.
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