El hombre entra al escritorio a buscar el tomo II de la
Historia de la Conquista de México, —escrito por Don Ignacio de Salazar y Olarte, segunda edición, en la Imprenta de Benito Cano, Madrid, en mil setecientos ochenta y cinco―. Sabe dónde lo dejó y camina sin encender la luz, para no molestar (corrijo: para no alertar) a la esposa y sus amigas que, en el tono agudo habitual, conversan en la sala, entre tazas de café y masitas finas. Después de tomar el grueso volumen de más de mil quinientas páginas y casi tres kilos de peso; y ganado por cierta curiosidad a medio camino del morbo, se detiene a escuchar tras la puerta y oye a su mujer decir «Mi marido» y a continuación su nombre. El hombre se sonríe, con algo de orgullo. La mujer comienza a relatar las hazañas sexuales que él realiza. Su esposa habla, sin tapujos, de tamaño, saltos, duraciones y cantidades. Divertido, el hombre arquea una ceja en la oscuridad y aprieta el libro, sin quererlo. Entre exclamaciones y sonrisas cómplices de las amigas, la esposa exagera posiciones, lugares, y frecuencias. El hombre duda. La mujer inventa besos, lenguas, acompañantes y caricias que el hombre jamás llegó a imaginar. Una punzada extraña aparece en el estómago de él y le cierra la garganta. Deja escapar un gemido que nadie oye. La mujer imagina juguetes, castigos y deseos cuya satisfacción se demora con sadismo. El hombre siente subir hacia su rostro un calor que denota rabia. La esposa menciona un currículum juvenil que incluye un número enorme de mujeres, trabajos como
chippendale y
escort de maduras ricas y viudas, y un extraordinario conocimiento de la anatomía femenina. El dique se rompe cuando el hombre oye que su mujer dice, con voz de loba en celo: «Me hace vibrar». Quizá celoso de sí mismo, quizá sospechando un amante que su esposa esconde y a quien le pone su nombre, entra a grandes pasos en la sala, gritando de locura, la cara roja y los ojos inyectados en sangre, llevando el
Historia sobre su cabeza, sostenido con ambas manos. Las mujeres quedan petrificadas y su esposa no atina, siquiera, a levantar las manos para defenderse. Con furia, una y otra vez, deja caer el libro que se va deshaciendo con cada golpe. No presta atención a lo que pasa a su alrededor. Una amiga de su esposa lo toma por el cuello pero no lo conmueve. Otras dos luchan de manera desesperada, por abrir la puerta de calle para escapar: una tira y la otra empuja. Una cuarta está parada contra la pared, gritando histérica. Las gotas de sangre describen arcos en el aire y van a estrellarse en muebles y cortinas. Una alarma interna, en algún lado, le ordena detenerse. Con la calma y lucidez que aparecen después de un estallido semejante, el hombre ve la cabeza de su esposa en una posición extraña y frena el impulso de acomodarla. Ve, en el regazo del cadáver, la página noventa y tres del libro y lee, con calma, como si él fuera otro:
«…quiriendo la noticia para la solicitud de la empresa, y en el entretanto que lo casual, ó lo diligente, se la ministraba, dividió el exército en los pueblos…»; y se le antoja interesante. Mira el resto del
Historia desarmado y desparramado por todo el lugar, manchado de sangre e irrecuperable, y se lamenta. Mira al cadáver de su mujer otra vez. Un segundo después, parece confundido.
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