Anunciaban para hoy intoxicación telefónica, y sabíamos que la única manera de prevenirla era el uso del barbijo. Como cada noche, encintamos los bordes de puertas y ventanas, además de ordenar todas las plantas en un lugar seguro. Recomendaban los rincones.
En reiteradas oportunidades olvidamos desenroscar las lámparas de luz (obviando las nefastas consecuencias que aquello significaba) motivo por el cual, desde entonces, colocamos carteles de colores vivos en la puerta de la heladera que nos recordaba hacerlo.
Bajamos las persianas hasta el tope, y en aquellos lugares donde quedaba un hilo de luz lo rellenábamos con papeles de diario enrollados.
Nos habíamos acostumbrado a esta rutina diaria que insumía dos horas, y a veces más.
En un ángulo de cada habitación encendíamos una vela y al costado dejábamos otra apagada para cuando se consumiera la primera, que ocurría aproximadamente cada tres horas y media. Sonó el teléfono y nos miramos sorprendidos, ya que a esa hora deberían estar todos preparándose. Una de las recomendaciones decía: antes de las 21 horas.
—¿Quién será? —nos preguntamos, y lo dejamos sonar durante media hora hasta que dejó de hacerlo.
Los cuadros había que dejarlos en el piso, de canto, con el frente mirando hacia la pared, intercalando entre ellos papeles de diario.
Guardamos todos los relojes, incluidos los de pared en un cajón y sobre ellos una sábana arrugada que teníamos para tal fin y que renovábamos cada tres días.
Los días múltiplos de tres, yo era el encargado de recorrer la casa y asegurarme de que estuviera todo en orden según consejos y sugerencias.
—Todo en orden —dije. Los demás me sonrieron, fueron a sus habitaciones y se entregaron al sueño, que siempre era liviano.
El sobreencintado de puertas y ventanas se realizaba a última hora, al igual que el corte de agua, luz y gas.
Estábamos todos con la ropa recomendada como la más adecuada para estas ocasiones: liviana, de colores oscuros y sin botones. Rotundamente prohibido el uso de prendas con cierres.
Los vasos boca abajo sobre una servilleta de tela, jamás dejarlos en torre y olvidarnos por el momento del uso de copas u otros recipientes similares.
Los cubiertos envueltos uno por uno en papel madera, ya que es más resistente que el de diario.
Miré el reloj: 23,30. OK. A las velas le faltaban cuatro centímetros para consumirse. Las plantas, todas en un rincón simulaban bailar por efecto de la luz de las velas.
Me senté en el piso con las piernas cruzadas. Los únicos ruidos, mi respiración y el crepitar de las velas consumiéndose. En la calle, nada.
Si bien es cierto que ya había estado en ese mismo lugar, escuchando los mismos sonidos y bajo las mismas circunstancias, cada vez, lo vivía diferente, sin cuestionarme por qué y hasta cuando.
Se desató y quitó los cordones de los zapatos y junto a estos los colocó en un rincón, boca abajo. Se acomodó el pelo y tosió tapándose la boca con un pañuelo para no despertar a nadie.
De repente lo invadió la soledad y un frío en el estómago le provocó temblores. Las uñas estaban azuladas, crecidas, y creyó ver dedos de más.
Hoy… me toca a mí, pensó.
Si bien conocía en detalle cómo ocurriría, pues los medios de comunicación cumplían esmeradamente con su función, vivirlo en carne propia era otra cosa.
Un líquido espeso en la cabeza le producía un sonido de goteo y de neuronas flotando a la deriva.
Descruzó las piernas y apoyó las manos sobre las rodillas para neutralizar el temblor que aumentaba en intensidad y formas.
Los pabilos de las velas flotaban, era tiempo de cambiarlas, él no podía, ya era tarde.
Alguien le habló desde la habitación contigua, sabiendo que solo eso podía hacer, además de esperar a que todo acabe.
Se miró la piel y no la encontró, quiso usar los espejos pero estos se habían derretido. Quiso escupir y no encontró saliva. El pestañeo se hizo intermitente y los dientes no cabían dentro de la boca que permanecía abierta como la de un hipopótamo. Confundía la rodilla con el codo y la cintura con el cuello.
Un mareo lo obligó a apoyar ambas manos en el piso y le pareció estar colgado de una lámpara.
Tomó aire profundamente, quiso hablar y en cambio le aparecieron colores impacientes que se movían en todas direcciones, formando un arco iris cuadriculado.
De la habitación contigua le rogaban que aguante, que faltaba poco y que lo querían.
Cansados de hablarle, comenzaron a golpear las paredes para recordarle que estaban y que siga aguantando, y que lo seguían queriendo.
Cuando creyó que sucumbía, nuevamente el teléfono volvió a sonar hasta que a la media hora se silenció.
Presintió el final y entonces ensayó cerrar los ojos para esperarlo pero no supo cómo hacerlo y elucubró estrategias para que el viaje le resultara acaso un delirio insignificante.
Los ecos de la habitación vecina se diluían en una letanía inconclusa y perpetua.
Los pensamientos comenzaban a desprenderse como una avalancha de hielo. Bella y atroz. Inevitable y deseada.
En una virtual complicidad, las luces y los sonidos engendraban un enigmático apareamiento, una sustancia inasible que parecía crecer para luego estallar en un punto.
Se buscó infructuosamente. Se sintió pensado por otro y balbuceó palabras ajenas que lo dignificaron por algunos segundos.
Un esclarecido y atronador “¡aguantá!” se filtró hasta golpear con insistencia en las velas mortalmente debilitadas.
Intentó recrear imágenes para jugar con ellas y de ese modo fraguar algún pensamiento, pero se anticipó un hueco negro e infinito.
Las paredes reverberaban antiguos dolores, aunque ahora, seguramente, añoraban la quietud, pues los golpes no cesaban.
El azar quiso que de su boca explotara un ¡ya! desesperado, y con la misma fuerza, esperado, para luego gozar de la luz inminente y del silencio que pacifica.
Lo rodearon, ahora sí, mostrándole sonrisas diáfanas y abrazos fraternales. Lo palmeaban diciéndole que no esperaban otra cosa, que está bien, que ahora sí, le dijeron acompañándolo con un guiño, para luego volver a repetir a coro: ¡ahora sí!
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