En el bar “Sin Final” la gente a veces cuenta historias raritas. Me pasó esa vez de escucharlo al amigo Mariano, pocas veces proclive a hablar, a decir verdad. Allá en el campo era fácil que la gente reservara el poco aliento para cabalgar sin cansarse antes que echarlo a perder con un cuento o la narración típica campera. En cambio esa vez, como que había sido abandonado por Magdalena, su mujer de toda la vida, contó esto que le había pasado, según él, cuando de joven había ido a trabajar a Italia, de donde nunca, decía, debieron volver, menos a esa pampa severa donde estaba plantado este bar “Sin Final”.
“Nuestros amigos —comenzó Mariano— nos invitaron a un paseo por varias ciudades italianas. El objetivo era visitar museos donde abundaban representaciones artísticas de la famosa crucifixión, pero no por ésta en sí, sino para estudiar el atuendo de quien representaba al sacrificado.
Era una teoría de Mario, mi amigo, que compartía con María, su mujer. Pero que les había llevado cierto tiempo desarrollar, ya que primero habían trabajado mucho en cuestiones de atuendos, sobre todo en las representaciones gráficas de los nudos con los que sostenían los taparrabos omnipresentes en estas tablas.
Mario era especialista en nudos, Marta en Arte medieval. Trataban de demostrar que muchos de los pintores de esas tablas fueron marinos o aprendieron de ellos el arte de anudar y trataban de probarlo no sólo mediante una simple inspección ocular al nudo con el que se ataba el taparrabo al desdichado, sino mediante el estudio de la conformación de cada una de las hebras de las sogas y su entrelazamiento representado en el momento.
Había nudos planos, nudos de vuelta. Nudos de varios segmentos y hebras con trazados complejos. Mario había descubierto con mi ayuda (el mío era un aporte casi ingenuo, la mirada del casi ignorante algo educado, a decir verdad, como la de mi mujer) varios nudos imposibles, lo que había hecho suponer que algunos de esos artistas simplemente habían copiado sus cuadros de otros pero sin entender la forma de anudar. En rigor, esos nudos jamás hubieran sostenido nada, mucho menos los sagrados paños de los así martirizados.
Una tarde lluviosa de octubre en una iglesia casi olvidada en la zona llamada Garfagnana, a mi mujer y a mí nos llamó la atención una crucifixión pintada a la témpera sobre madera de abedul y ácero que, aunque era evidente que correspondía al llamado Dugento (circa 1200 DC), era de tamaño casi natural y estaba colgada de una pared de modo que los pies del condenado estaban apenas un poco más altos que los nuestros.
Lo llamé a Mario quien de inmediato se entusiasmó como hacía tiempo no lo hacía. Me mandó a buscar al auto un manual voluminoso de nudos antiguos que siempre traíamos con nosotros, porque creía que esta imagen tenía uno que no figuraba en ese catálogo.
De primera intención, tuvo razón. Sin embargo, luego de mucho buscar, mi mujer y la suya encontraron algo que se parecía aunque en formato pequeño, tan pequeño que no era sencillo desanudar mentalmente. Nos pasamos todo lo que nos permitió el párroco delante del cuadro, así que, al anochecer buscamos alojamiento cerca, pero ninguno podía dormir, por alguna razón que no podíamos explicar. Mario estuvo toda la noche tras el nudo apenas esbozado en miniatura.
A las seis gritó que le parecía tener resuelto el asunto. Estuvimos, claro, antes que el párroco, esperando que éste abriera la iglesia, bajo la lluviecita fina que en esa zona quiere anunciar una buena semana posterior.
El hombre estaba muy nervioso cuando nos abrió. Pensó que veníamos a robarle la imagen, de modo que pidió estar ahí cuando comenzáramos el estudio sobre el nudo plano en la imagen tan realista.
Ínterin, la lluvia aumentó, de modo que en la pequeña iglesia era difícil hablar y ser escuchado. Mi mujer, Magdalena, y María estaban pálidas, por la noche mal dormida, Mario estaba macilento y yo parecía, seguramente, una mala versión de algún actor de obras de terror, el joven párroco debe haber pensado que éramos vampiros y sudaba aún con ese frío.
Llegamos a la imagen, la iluminamos con todo lo que tuvimos a nuestro alcance. Mario notó que bajo esa luz, el nudo brillaba como si estuviera recubierto de madreperla. Se extasió con la visión y, antes de que el asustado párroco pudiera hacer nada, sus manos fueron directo al nudo y con una maestría inusitada, empezó a desatar una por una las hebras del nudo plano que parecían trenzadas por una mano bastante diabólica. Mi mujer se desvaneció unos segundos, el aire se suspendió. Paró la lluvia y la luz de alguna vela se hizo más intensa. Todos contuvimos la respiración menos Mario que continuaba la operación mientras sus dedos parecían recubrirse de placas de madreperla. De pronto, el nudo se comenzó a soltar. Fue justo cuando pareció abrirse una puerta que nadie conocía. El crucificado comenzó a respirar con una profunda inspiración que nos hizo parar los pelos a todos brevemente.
Cuando el cinto cayó a sus pies, el crucificado se liberó de todo. Mario se retiró del cuadro estupefacto, como todos. Literalmente no pudo volar ni una mosca. Ahí estaba. Nadie sabía qué hacer ni qué decir. El primero en hablar fue el del cuadro:
—¡Gracias, flaco! —dijo.
Y se fue como quien goza enormemente con cada paso dado. Nunca más se lo volvió a ver. Nunca más volvimos a salir a mirar nudos —concluyó Mariano su cuento, bajando la cabeza, cansado.
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