lunes, 9 de mayo de 2011

Financiación - Néstor Darío Figueiras


Me desperté a causa de un fuerte dolor en el brazo derecho. Era una mezcla de pinchazo agudo que me punzaba entre las brumas del sueño y temblequeo electrizante que me adormecía el miembro. Ahogué un grito. Por la nena. Con lo que cuesta dormirla… Y por mi esposa. Tiene el sueño tan liviano. Miré el reloj despertador, una ronda de luciérnagas en la noche. Cuatro y cuarto de la mañana. Qué hora muerta. ¿Qué quiere uno más que dormir a esa hora? Había revisado las notas de la presentación hasta las dos de la mañana, y a las seis en punto iba a sonar ese maldito reloj. A las ocho y treinta tenía que estar impecablemente lúcido para cerrar el contrato millonario que nos colocaría en la cima. El angustioso cansancio que sentía hizo que no atinara a preguntarme acerca de la causa dolor. Sólo quería dormirme otra vez. Intenté concentrarme en esa idea, tratando de ignorarlo. Dormir. Dormir. Pero mientras más insistía, más febriles y huidizos se hacían mis pensamientos. Mis ojos comenzaron a ver un círculo de lucecitas verdes que flotaba en la oscuridad, vagando sin rumbo…
Seguí esforzándome para contener el grito que golpeaba en mis dientes, haciéndolos rechinar. Probé contando las lucecitas. Difícil, porque no se quedaban quietas. Las imágenes fugitivas seguían deslizándose por mi cabeza. ¡Puta madre! El ajetreo de los últimos días me estaba cobrando su precio.
Fue muy inquietante descubrir que no podía precisar si mis ojos estaban abiertos. Moví mis párpados con dificultad, sintiendo el tironeo de las lagañas. Arriba, abajo, abrir, cerrar… Las lucecitas seguían bailoteando a su antojo en la oscuridad. Intenté pasar el brazo izquierdo sobre mi pecho para alcanzar la perilla del velador… ¡Por Dios! Casi muero del dolor. La puntada del hombro derecho se extendió a la axila y a las costillas. Respirar era doloroso. Me quedé quieto, y comencé a asustarme. No se por qué, pero afloró la palabra “infarto” a la superficie de mi cerebro medio atontado.
Habiendo llegado a suponer tal cosa, me obligué a no desesperarme. En la oscuridad, dirigí mis ojos alucinados hacia el espejo, invisible en la negrura. Por supuesto, no hay nada más aterrador que un espejo que acecha en un cuarto oscuro. Las ahora descoloridas luces danzantes se metían en él, como nadadores que se sumergen muy lentamente para no interrumpir la ensoñación quieta del lago dormido.
“Infarto” es una palabra apropiada en la boca de tías gordas, en los cuchicheos de abuelos desdentados; no en los pensamientos incontrolables de un ejecutivo exitoso que no puede dormir en la víspera de su mayor triunfo. Este dolor no podía ser un infarto. Tenía que ser otra cosa.
Sabía que el espejo seguía mirándome. Los nadadores luminosos aún practicaban sus ingrávidas cabriolas subacuáticas, como guiños en medio del infinito.
Entonces noté que el dolor se había estancado. Es llamativo como esas virulentas dolencias (un maldito dolor de muelas, por ejemplo) disminuyen luego de torturarnos por un tiempo. Como si se estableciera una tregua en el cuerpo. Como si los nervios se saturaran del dolor y se adormecieran. De pronto me invadió un cosquilleo agudo que fue trepando por mis piernas. ¿Qué me estaba pasando? Expelí el aire contenido, con temor y muy despacio…
Un ruido que vino desde la planta baja me crispó, y el dolor volvió como una estocada en el pectoral derecho. Al parecer una olla golpeó el piso con un estrépito impúdico. Otro cacharro le siguió, y luego el ruido brillante de cristales rotos, cuyos armónicos parecían lanzarse como relámpagos blanco azulados en medio de la noche. Hubiera jurado que mil testigos habían despertado para contemplar mi agonía. El ruido había tensado mi cuerpo como una cuerda quejosa.
¿Habría entrado alguien a la casa? ¿Un ladrón? ¿O una rata que merodeaba en la cocina? Entonces, definitivamente, me abordó el miedo… Un miedo que era como una babosa fría y pegajosa que reptaba sobre mi vientre húmedo; el mismo terror que lo impulsa a uno correr irrefrenablemente al descubrir cuánto más siniestro puede ser un cementerio bajo la luz plateada del mediodía. Seguía si poder moverme, atenazado, el pecho completamente acalambrado. Mi mujer, curiosamente dormida a pesar del ruido, daba vueltas en la cama, gimiendo.
Sólo entonces pude ver su alta y delgada silueta recortada contra el espejo, que ahora fulguraba extrañamente, sumiendo la habitación en un crepúsculo espectral. Lo reconocí por el olor nauseabundo que llenó el cuarto, y por su cabeza hocicuda. Esta era la segunda vez que lo veía en mi vida. No se trataba de un ladrón. Tampoco de una rata. Algo mucho más terrible había entrado a la casa. ¡Era él, no había duda!
Sentía que el corazón se me quería salir del pecho. Me ahogaba. Se sentó en la cama, a mis pies, mirando a mi mujer. Ella, aún dormida, se arqueaba frenéticamente entre las sábanas. Estaba completamente bañada en sudor, y sus manos se aferraban al colchón como garras, los pezones escapando del encaje, los muslos tensos y abiertos. Resoplaba, suspiraba, gritaba y gemía mordiéndose los labios. De su cuerpo emanaba una espeluznante sensación de placer primitivo, animal. Aún en el estado pavoroso en que me encontraba, tuve una erección.
—¡Esteban Moreta, buenos días! —siseó la voz enervante desde esa cabeza que recordaba colmilluda y verrugosa— ¡Hoy es día de su consagración! Es que la clave de su éxito es el otro contrato… El que firmó hace un mes. ¿Recuerda? ¿Recuerda las velas, la sangre, las cenizas y toda la parafernalia (me encanta esa palabra) que montaron para usted los del departamento de Ventas? —A mi mente ofuscada vinieron las imágenes del ritual. Creía que no había sido más que un juego…— ¡Entonces selló su destino, Moreta! ¡Esto sólo es el comienzo! Como puede comprobar, somos cumplidores. Y, aprovechando que tenía que venir a cobrarle la primera cuota (ese desgarro en el miocardio, no se alarme, se trata de una lesión muy leve, y por la mañana ya no recordará el dolor) quería brindarle mis más sinceras felicitaciones por el importante logro que está a punto de concretar, y que será el despegue definitivo en su carrera. Como verá, no hay nada mejor que la financiación que le hemos otorgado: módicas cuotas. Y nunca tocaremos su alma. Puede estar tranquilo al respecto. Le diré un secreto, Moreta: no queremos almas. Son objetos para coleccionar, reliquias devaluadas. Nos interesan los servicios y los beneficios. Por ejemplo, su esposa acaba de pagarme la comisión por la gestión de cobranza. ¿Ve que simple que es? ¡Y ahora a descansar, Moreta! ¡Y no se duerma, que al que madruga…! ¡Ah! Hágame caso: no fume más, deje las frituras, y haga más ejercicio. Por el corazón, ¿vio? Y por último: Si hay ratas en su cocina, ¡son enormes!, pero no tienen nada que ver con nosotros… ¡Hasta el mes que viene!


Sobre el autor: Néstor Darío Figueiras

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