No tenía ganas de dibujar. Por eso abandonó el atril para asomarse a la ventana. Pero no había mucho que mirar. Las nubes flotaban sobre los techos como espuma. Abajo nada. Nadie. La autopista vacía, el parque desierto, barrido de polvo por un viento cálido que a ras del piso corría carreras invisibles. Qué esperaba. Qué debía hacer la gente, más que estar espiando por una ventana con los brazos cruzados, igual que ella, con vergüenza.
Sin embargo alguien, algo, una cosa, cruzaba el parque a toda velocidad, desaforadamente, como cuando de escapa o se persigue. Como cuando se es, todavía, algo o alguien. Igual que el viento, el bulto iría tomando forma de remolino, de persona. Era Galo. Tropezaba y caía y se levantaba para seguir corriendo.
Hizo una mueca de fastidio. En unos instantes tocarían a la puerta. Dudó en cerrar con llaves. La dejó abierta.
En menos de un minuto Galo se asomó al rectángulo. Había subido con la misma vehemencia con la que atravesaba el parque, y ahora era un resuello al pie de la escalera. Un animal herido. Tonto. Toda la vida quieto y ahora, que no había nada que hacer, corría.
—Ya sé —dijo Galo, parado en el vano de la puerta.
Laura fue hasta la cocina. Aún quedaba medio bidón de agua.
—Está caliente —dijo, de vuelta.
Galo empinó el botellón y bebió con avidez hasta vaciar la mitad del contenido. El líquido se le escurría por las comisuras de los labios.
—Yo no tengo ni agua —dijo, jadeando—. Pero no importa. Me di cuenta de algo importante.
Laura apenas lo escuchó. Miraba otra vez el parque. Mirar las cosas era una forma de guardar a perpetuidad lo que aún quedaba, sin dañarlo.
—¿Y qué es lo importante?
—Lo que siempre quisimos —dijo Galo.
Laura sopló el aire por la nariz. El sol bajaba oblicuo sobre las hamacas, proyectando un cuadriculado de sombras grises y vacilantes que se estiraban hasta los pies del edificio. Podría haber sido una tarde cualquiera. La misma plaza, pero llena de hombres y mujeres, chicos y vendedores de helado. Y adentro el amor húmedo de ese muchacho que hoy ni siquiera la había besado.
—¿Qué será lo que siempre quisimos? —dijo.
Galo terminaba con sonidos guturales el contenido del bidón de agua. Apoyó en el piso el envase vacío.
—Justicia —dijo.
Laura dio vuelta la cabeza. Se apartó de la ventana y caminó hasta la mesa de dibujo. Se sintió rara mirando las escuadras y los lápices. Alguna vez habían servido. Alguna vez había creído que las cosas se hacían con un fin determinado.
—No digas pavadas —dijo.
Galo estaba sentado en el piso, las rodillas recogidas y apretadas entre los brazos como si quisiera ocupar poco espacio. La mirada perdida en el suelo.
—Sí, justicia —dijo—. ¿Entendés? Ya no hace falta discutir ni pelear. Ya no es necesaria la venganza. Ya no tiene sentido la guerra. Somos todos iguales. No tenemos comida, ni luz, ni agua y mañana ya no van a hacer falta. Ahora somos todos iguales. Ya no hay privilegios.
Laura sonrió. Galo siempre le había parecido tan retórico, pero le gustaba. Ya se lo había dicho, y se lo diría otra vez si la palabra retórica o amor, ahora, significaran algo. Pobrecito. El pelo gris y llovido y la cara sucia. La traza de perro callejero y pulgoso. Y aparte esa inocencia. Se iba a morir ahí mismo, donde se había quedado, sin hacer nada, con los ojos rojos y fijos en el piso, ahora que había dicho eso que quería. Se agachó y lo besó en la frente. Galo temblaba.
—Está bien —dijo y volvió a la ventana. Posiblemente Galo tuviera razón. Ya no había por qué discutir. Ya eran todos iguales. Había que verle el lado positivo. Sin embargo Galo seguía teniendo miedo, como si el miedo aún sirviera para algo.
Quizá debía salir por última vez al parque y hacer alguna última cosa inútil. Las personas siempre habían hecho cosas. Cosas inútiles. E igual se morían. Entontes qué diferencia podría haber entre el holocausto personal y uno colectivo. De modo que iba a pasar lo que siempre había estado pasando, nada más que de golpe. De una vez y para siempre. Se puso el abrigo, debía apurarse. El sol se iba detrás de las casas y pronto ya no habría nada. Nada.
Walter Iannelli
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