viernes, 1 de octubre de 2010

El elemento tan ansiado – Héctor Ranea

–Mire. A mí eso de que viene del planeta Mongo, me dice poco y nada. Acá tenemos un montón de palabras que empiezan con Mon que no dicen nada en particular. Menos que menos sobre ustedes. Es más, si no fuera porque lo veo con aspecto medio feroz, diría que está más borracho que una cuba en pedo.
El diálogo que empezaba acá transcurría en el 165 camino a Chacarita desde el Norte. Eran las tres y pico de la matina y yo tenía pocas pulgas esa madrugada. Iba a cumplir el turno en el edificio en construcción y el supuesto extranjero éste me venía con el rollo de que quería algo de nosotros y ya no sabía ni quiénes éramos nosotros. Lo único que quería era llegar al puesto y apoliyar un poco, como siempre. Este asunto del exceso de seguridad, al menos a mí me daba de comer, pero me gustaba poco que me interrumpieran el viaje con estas estupideces de pendejo borracho.
–¡Planeta Mongo! –pensé para mí.
–Exactamente –pareció contestarme el maestro de al lado.
– ¡Entonces eran dos! –pensé.
–Somos muchos más. –Me dijo el conductor del 165. –Y todos venimos de Mongo, excepto el señor que duerme. Él parece que viene de otro planeta.
–Sí. –Dijo el que me habló primero. –Dijo que venía de Labulach, o algo así.
– ¿Será de Laboulaye, Córdoba? –Dije con extrañeza. –Eso ni mongo que es un planeta, señores. Ustedes están mamados hasta la púa.
¡Para qué lo habré dicho! Se me acercaron demasiado los borrachos. Y yo desarmado. El chofer detuvo el colectivo y se juntó con los otros. Me mandaron a la parte trasera. Algo debían estar tramando porque sacaron una especie de celular que chillaba tan fuerte que se despertó el viejo que, según estos, venía de otro planeta más raro todavía. Por las dudas, lo juntaron conmigo. Todavía dormido, me preguntó –todo en voz baja, claro.
– ¿Y estos qué buscan?
–Mire. Dinero no. Eso seguro. Se ofendieron porque medio como que no los tomé en serio. Dicen venir de vaya uno a saber dónde Mongo.
– ¿Mongo? ¿Vienen de Mongo? –se sobresaltó el viejo, súbitamente espabilado.
–La verdad, no sabría decirle. No saben dónde queda Laboulaye, así que me queda la duda.
– ¿Cómo sabe que vengo de Labulach?
–Lo dijeron esos tipos, pero no lo pronunciaron igual.
El tipo parecía exaltado. Mientras, los otros estaban empezando a mirarnos con mucha mala onda. Se acercaron amenazantes con una mueca parecida a una sonrisa de luchador de lucha libre.
– ¡Esperen, esperen! –les grité. –No se apresuren. ¿Me puede decir qué quieren? Capaz que podemos llegar a un acuerdo. Después de todos somos todos sensatos ¿o no?
Por alguna razón asintieron. Parecían sensatos, lo que me llamó la atención pues por otro lado actuaban como borrachos con este tema del Mongo ése.
En un instante la cosa cambió. El que decía venir de Córdoba les habló en un idioma raro que debía ser inglés o algo así. Los tipos se quedaron sorprendidos. Supongo que nadie se esperaba que el viejo hablara el inglés.
– ¿Así que habla inglés? –le pregunté en una pausa en la que ellos conversaban con el celular.
–No es inglés, es la lengua de Mongo. La conozco –dijo– porque yo estuve ahí.
– ¡Ah, bueno! En este bondi todos están tejiendo un peludo con el escabio, parece.
–Perdone pero no le entiendo –me dijo el viejo.
–Se tomaron todo y están borrachos –le expliqué. –Debería saber que el alcohol no es bueno para la sesera– le dije al viejo que miraba fijo para abajo, señalándome la cabeza.
–Tenemos lo que venimos a reclamar –dijo el colectivero que parecía ser el jefe de la bandita.
–Macho. Te juro que no te entiendo. No te ofendas. Si lo tenés, para qué lo reclamás.
–Nos acaban de decir lo que tenemos que pedir.
–Bueno, hablá de una vez.
–Venimos en busca de agua.
Busqué en mi mochila con un gesto como quien dice “¿Y por esto me molestan estos tipos?” Saqué las tres botellas de dos litros que me da mi mujer, total me las compraría en un kiosco. Y les dije, magnánimo.
–Tomen muchachos.
Agarraron las botellas y –la verdad que me sorprendieron– les salió un cañito de la garganta y se la chuparon en un santiamén.
El viejo de Laboulaye estaba absorto. Lo miré como quien dice “¿Ves cómo arreglamos las cosas en la Capital?”
Me miró y me dijo:
– ¿Por casualidad no te queda una botella? –mientras le salían dos cañitos de las orejas.