Seguía allí, con los labios abiertos, con los ojos cerrados, con los pies que colgaban de la mesa en el comedor de la casa de su padre, con los pelos del brazo erizados.
Busqué, nervioso, un paquete de cigarrillos en el interior del saco. Lo saqué. La mano me temblaba. El movimiento fue aún más notorio cuando intenté encender la punta. El cigarrillo se quemó casi hasta la mitad pero conseguí que un nauseabundo humo negro subiera hasta el cielorraso, enredándose con las patas de la araña de diez focos prendidos y dos quemados. Ella agitó una de sus manos alejando el humo. Ya no tenía los ojos cerrados, pero sí los labios entreabiertos y la respiración entrecortada, frunciendo la nariz debajo de sus ojos miopes.
—A papá no le gusta que fumen en casa.
La miré, acaso le parecí burlón, a lo mejor convincente.
—Tirá desodorante de ambiente.
Estiró los brazos a mi cuello y me alejé. Cuando lo hizo por segunda vez no pude resistirme y me apreté contra su cuerpo. La besé. Alejó la lengua cuando el sabor a menta se mezcló con la nicotina. Su cuerpo se convulsionó y luego estiró las piernas y con ellas rodeó mi cintura. Nos besamos hasta que separé la cara y miré sus ojos, estaba bizca de proximidad. Ella sintió la transformación de mi cuerpo, la erección. Se soltó y yo retrocedí, no por vergüenza, sino por evitación.
Volví a fumar, más nervioso. La casa estaba en silencio. Miré por las cortinas hacia la calle.
—¿Y tu mamá?
—En el gimnasio.
No dije nada más. No pregunté por el padre. Las cosas obvias son las que crean las distancias más grandes, o inauguran los peores finales. Sabía que su padre estaba en nuestra oficina, sabía que estaría buscando sobre mi escritorio los papeles de la facturación del matadero Santo Tomé. Sabía que se detendría en la hoja que yo le había dejado con las correcciones que él debía hacer. Seguro que se sentaría en mi escritorio, que intentaría abrir los cajones sin suerte y miraría las fotos de mi mujer y mis hijos abrazados, todos nosotros, en nuestra última vacación en el sur. Sabía que luego se cansaría y saldría rumbo a su oficina, que arrojaría la carpeta sobre el escritorio para ir a servirse un café instantáneo, envidiando mi suerte y mirando, de reojo, la foto de su mujer y de su hija de quince años, en las últimas vacaciones en la costa, en el hotel que yo les pagué.
Tomado de Prometheus http://www.pmdq.com.ar/
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