—Mientes.
Lo dice así, sin más preámbulos.
—¿A qué te refieres? —le pregunto con verdadera curiosidad.
—Tú sabes muy bien a qué me refiero.
—Pues no, no lo sé.
—¿Ves cómo mientes? Lo haces todo el tiempo.
Dejo de prestarle atención y continuo escribiendo.
—Ahora mismo escribes mentiras.
—Por supuesto, es un cuento de ficción.
—¿Y tú realmente lo crees?
Ya me empieza a exasperar.
—Dime lo que tengas que decir, o lárgate de una vez.
—Es muy simple. Hace poco afirmaste que nada de lo que escribes tiene que ver con tu vida.
—Y así es.
Su risa chillante me obliga a dejar el tecleado.
—Dices que no tiene que ver con tu vida y, sin embargo, en tu novela está el árido paisaje que durante tres años te enloqueció, los pasillos de la universidad, hasta la secretaria del departamento de lenguas.
—Sí, y también los ruidos de mi vecino, el hindú. Pero ninguno de los personajes principales es real, ninguna de las cosas que les sucede tiene que ver ni conmigo ni con nadie que conozco. Es más, las dos mujeres me parecen totalmente opuestas a mí.
—Pero a una, la más joven, la pusiste a nadar, a escribir, a mirar como mirabas tú los atardeceres.
—¿Y eso qué?
—¿Nunca se te ocurrió pensar que la gente la encontraría igualita a ti?
—¡Pero si pensamos y somos completamente distintas!
—Mientes. Lo dices en tus clases: toda ficción tiene algo de biografía. Aunque no lo quieras, el acto de escribir es un desnudarse.
—¡Por favor! No me vengas con esa perogrullada. Tú sabes perfectamente que siempre se me ocurren historias demasiado torcidas y perversas para mi vida tan simple.
—Ahora mismo te estás desnudando.
—¿Y te gusta lo que ves?
—A mí ni me va ni me viene. El asunto es si a ti no te importa que la gente te vea.
—¡Pero si no me ven! Y lo que escribo es puro invento. Salpicado de detalles, sí, muchas sensaciones, y algunos paisajes. Eso es todo. Y si alguien afirmara “Mónica escribe sobre sí misma”, no significaría mayor cosa. En el medio literario Mónica no existe.
—Pues mientes igual. Es lo que todos hacen. Todos los escritores, quiero decir. Y tú no eres la excepción. Prueba de ello, soy yo. Por más que lo niegues, escribes sobre ti.
—A través de mí, que es distinto. Lo que tú no sabes es que las historias me las cuentan un par de hombrecitos que me robé del refri del Bernal. Esos que le dictan a él sus cuentos terribles. Me los traje a escondidas, dentro de un bote lleno de gelatina que me regaló Doris, su esposa. Lo malo es que a mí no me creen su diosa y no me cantan. Tampoco me dictan esos maravillosos y escalofriantes poemas.
—¿Qué clase de estupidez es esa?
—Tú misma sales de sus bocas. Todas tus palabras me las dicta uno de ellos, y ahora quiere que te calle, que ponga punto final a este diálogo absurdo y me enseña un espejo. Es un pequeño espejo de feria. En él veo cómo mi cara se ondula, todo mi cuerpo se hace chiquito, soy una niña. Escribo: “Mi cara se ondula...” . Y el otro hombrecito crece, retrata a la niña a través del espejo. Y la niña se ríe y me dice
—Mientes.
(Para los que no crean que los hombrecitos del Bernal existen vayan aquí.)
Tomado de Historias Baldías
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