Recuerdo que ese día estabas triste. Primero te enojaste. Querías una bicicleta grande y plateada, como la de papá, pero ese no había sido un buen año para los Reyes Magos, y sólo te trajeron una pelota y un juego de té. Eso de jugar a la casita nunca te gustó, así que aventaste la caja con platitos y tacitas en el clóset, tomaste la pelota y saliste a la calle a llorar. Tú lo que querías era una bici, aunque fuera chiquita y con rueditas, de color rosa como el maldito balón que rebotaba al lado de tus lagrimones que salpicaban la acera. No sabías de dónde te salía tanta agua, tanta rabia: tenías ganas de golpear a Melchor y a Gaspar, reventarle un balonazo al que nunca te aprendiste su nombre. Cuando las gotas y el coraje se te secaron, te sentaste en la banqueta a mirar las bicicletas que pasaban. Xiao Wang, el niño que siempre se burlaba de tu forma de hablar, se acercó. Le preguntaste qué le habían traído los reyes y se empezó a reír. Te quiso quitar la pelota, pero la abrazaste con fuerza. Tonta, en China no hay reyes, te dijo, y se fue. Sin entender muy bien, te volvió la rabia. Preguntaste. A ti te traen juguetes porque mamá es mexicana, te contestó papá. Ese día comprendiste que eras mitad distinta, y algo de eso te gustó. Pero seguías triste y papá, para alegrarte, te subió en su bici y te llevó a dar la vuelta. En un semáforo, aferrada a la pelota rosa, como yo a mi cámara, te vi con tu cara de puchero, te saludé y entonces me acordé de todo: el olor de papá, la sensación de ir en la parrilla trasera donde cada piedrita me hacía brincar como si pasáramos por un montón de pequeñísimos topes, la lisa textura del balón, la muchacha media extranjera que, en una esquina, allá en México, me saludó como si hubiéramos jugado en la misma calle, los mismos juegos y, antes de que arrancáramos papá y yo, nos tomó una foto.
Tomado de Historias Baldías
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