martes, 20 de abril de 2010

Rina y yo - Nélida Magdalena González de Tapia



La observaba desde la ventana de mi casa. Allí estaba, mi vecina Rina, con su cuerpo deteriorado por la edad, no queriéndolo dejar que aplastase su voluntad inigualable que arrastraba desde su juventud.
Yo la conocía, desde niña había visto su increíble fuerza para luchar por la vida. Estaba parada mirando el pasto verde crecido y aunque su cuerpo se resistía al trabajo pesado, tomó la cortadora de césped y comenzó a sacar la hierba en forma prolija.
La seguía viendo, la vereda era ancha y el trabajo llevaría un largo tiempo. La máquina iba y venía, dejando el verdor prolijo por donde pasaba, aunque para lograr la perfección debería hacerlo varias veces.
De pronto la hierba ya no era la hierba, aunque Rina no lo veía, la hierba que ya se había limitado a un rectángulo de un metro sesenta de largo por unos setenta centímetros de ancho, era mi cuerpo, que yacía en una resignada posición de ejecución.
De esta forma sentenciaba todo lo habido y por haber en el ser que se entregaba a un estrepitoso final. Sin buscarlo ni ella ni yo, cada una cumpliría con su cometido.
La seguía con la mirada detrás del vidrio impecable. Comenzaba con mi piel, las paletas de la cortadora habían dejado ahora mis músculos y mis tendones a plena luz. Se salpicaba de rojo, aunque Rina creía que era verde pasto, era líquido purpúreo.
Continuaba haciendo fuerza, ella suponía que eran piedras escondidas entre la maleza las que trababan la cortadora, pero en realidad no se daba cuenta que lentamente molía mis huesos dejando los tuétanos al aire, terminando con la laboriosa tarea de deshacer y desgarrar poco a poco mi cuerpo que se distribuía por toda la acera.
La vi de repente como espantaba una mosca que la molestaba posándosele en la cara. La sacaba con su mano, sin notar que el insecto buscaba un pedazo mío que había quedado pegado en su rostro.
Juntó los cables satisfecha, sacudía el escarlata de su ropa que confundía con color verde, como si fuese picadillo de pasto y no cómo lo que era,”de carne”. Dejó esparcido todo mi sobrante y se metió en la casa.
Desde los árboles cercanos, los zorzales la habían observado todo ese tiempo, esperando a que terminase con su tarea. Bajaron en bandada y se regocijaron conmigo, no los espantó aunque los vio, pensó que comían lombrices.
Pobre Rina, nunca veía nada, ni razonaba lo que pasaba a su alrededor.
Cuando acabaron con el banquete los pájaros se retiraron satisfechos, volando alto. Nadie los había visto, sólo ella y yo, pero como su mente ya estaba senil no distinguió lo que ellos habían ingerido.
Se los digo yo, que era la que estaba en sus estómagos.

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