El lacrileón era la fiera más temida por los korindegon, raza marciana de reconocida idiotez. Decían que era una bestia capaz de arrancarte las dos piernas de un solo bocado, cuyo rugido ya era de por sí temible, y cuyo aliento podía dejar a un hombre en estado de coma.
Como naturalista destinado en Marte, era mi obligación localizar, fotografiar, y si fuera posible tomar medidas de tan colosal animal.
Encontrarlo no fue fácil, tuve que atravesar el Monte Olimpo, la Alba Patera y los Valles Marineris, sin dar con él. Parecía un animal, además de fiero, escurridizo.
Al fin tuve que recurrir a una emisora de GPS situada en Fobos, que me envió las coordenadas exactas donde pude encontrarlo. Efectivamente era enorme, más de dos veces el tamaño de los extintos tigres de bengala.
Me llamó la atención su mirada, que se cruzó con la mía cuando le apuntaba con la escopeta de dardos tranquilizantes guiados por láser. El animal tenía unos ojos de bondad y serenidad cercanos a los de un perrito faldero, sólo que con el tamaño de los de un elefante. Y el temible rugido del que hablaban los korindegon, se limitaba a un dulce "miau" que recordaba a un minino terrestre.
Cuando le iba a disparar, el animal agachó la cabeza, se acercó a mí y me lamió, retozando juguetonamente, y con una expresión facial de lo más amable.
Ahora sé que los korindegon, además de idiotas, son unos cobardes.
Como naturalista destinado en Marte, era mi obligación localizar, fotografiar, y si fuera posible tomar medidas de tan colosal animal.
Encontrarlo no fue fácil, tuve que atravesar el Monte Olimpo, la Alba Patera y los Valles Marineris, sin dar con él. Parecía un animal, además de fiero, escurridizo.
Al fin tuve que recurrir a una emisora de GPS situada en Fobos, que me envió las coordenadas exactas donde pude encontrarlo. Efectivamente era enorme, más de dos veces el tamaño de los extintos tigres de bengala.
Me llamó la atención su mirada, que se cruzó con la mía cuando le apuntaba con la escopeta de dardos tranquilizantes guiados por láser. El animal tenía unos ojos de bondad y serenidad cercanos a los de un perrito faldero, sólo que con el tamaño de los de un elefante. Y el temible rugido del que hablaban los korindegon, se limitaba a un dulce "miau" que recordaba a un minino terrestre.
Cuando le iba a disparar, el animal agachó la cabeza, se acercó a mí y me lamió, retozando juguetonamente, y con una expresión facial de lo más amable.
Ahora sé que los korindegon, además de idiotas, son unos cobardes.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario