El prelado, que acompañaba a Su Santidad por los pasillos de la Santa Sede, hizo un ademán para cederle el paso justo cuando llegaban al vano de una de las entradas a la Biblioteca, en la que firmarían los documentos que se habían redactado durante el Concilio.
—No, hijo —que era el trato con el que solía dirigirse el Papa al joven obispo—, pase usted delante. Recuerde que es mi invitado mientras se encuentre en este lugar —y le mostró el camino con la mano, con un gesto amable pero firme.
—Santo Padre, no debo aceptarlo. Soy demasiado joven y poco virtuoso aún —admitió con humildad el obispo, volviendo a ofrecerle el paso.
—Los prelados jóvenes también están guiados en su camino por Dios —argumentó el Pontífice, manteniendo el mismo gesto—. Así que podré seguirle con toda tranquilidad. Vayamos adentro, hijo.
—Le agradezco su trato Santidad, pero es el hijo quien debe seguir los pasos del padre —esta vez el prelado trató de resultar más convincente.
—Resolvamos el asunto: nadie puede ser más papista que el Papa. Así que entre en la sala y continuemos trabajando para nuestro Señor antes de que se nos haga más tarde —y mientras decía ésto, lo iba haciendo avanzar hacia el interior de la Biblioteca, empujándolo levemente con una mano sobre los hombros. Mientras, con la otra aún avanzada, seguía indicándole el camino.
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