domingo, 4 de abril de 2010

Manías que uno tiene, doctor - Daniel Frini


¡Ah! ¡Doctor! ¡Qué honor para mi recibirlo en mi casa! ¡Bienvenido a mi humilde morada! Pase, pase por aquí. Le ruego me siga a mi despacho privado. Tome asiento por favor, ¿Puedo ofrecerle una taza de te? ¿Brandy? ¿Té está bien? Perfecto ¿Azucar? Solo, muy bien. Estoy muy emocionado y agradecido de que haya aceptado mi invitación. Espero que usted sepa de la admiración que le profeso.
¿Cómo dice, perdón? ¡Ah, si! Puede parecer macabro, pero coincidirá conmigo en que se han visto cosas peores. Lo que usted ve no es más que un conjunto de calaveras, cada una de ellas en un pequeño nicho. Debo admitir, que conseguirlas me ha costado mis buenos años y una gran cantidad de dinero, pero ¡ah, vanidad del hombre! ¿no es así, Doctor?, encuentro en ellas inspiración, por no hablar de cierto solaz, cierto placer. Son sólo huesos; y es nuestra cultura, con su veneración de los muertos, la que le da un significado lúgubre, derivado del hecho de saber que han sido personas. Pues bien. A mi, el quiénes fueron me resulta más estimulante, y de una manera muy superior al temor que pudiera infundirme saber que ahora son, en definitiva, muertos.
Además, Doctor, mi formación religiosa me inculcó una veneración por las reliquias que —y esto, lo sé, es una deformación— malamente traslado a estos cráneos.
Por ejemplo, estos de allí son los de Joanna Ott, Dios la tenga en su gloria, fallecida en el noventa y dos; y su esposo Bill. Recordará usted su famosa colección de muñecas antiguas.
Este otro es el de Don Enrique de Aguilera y Gamboa, Marqués de Cerralbo apasionado coleccionista que se interesó por cosas tan dispares como monedas, medallas, tejidos, armas de fuego, armaduras …
Aquí está el de Don Miquel Mateu i Pla, que hizo del Castillo de Perelada un centro de arte donde reunió sus colecciones de vidrio, pintura, cerámica y de más de mil ediciones distintas del Quijote.
Aqui, este más amarillento, es el de Isabella Stewart Gardner, que coleccionó ediciones selectas de las obras de Dante y pinturas del renacimiento.
¡Oh! Acá está el de Henry Clay Frick, gran coleccionista de arte. Y ese de más arriba es el de Archer Milton Huntington, el heredero de la Central Pacific, gran divulgador de la hispanidad que llegó a contar con una enorme pinacoteca, esculturas, y orfebrería española. Por acá tenemos los del barón Thyssen, el conde Panza, Francesc Cambó, Edgar Degas —si, si, el pintor. ¿Sabía, Doctor, que fue un coleccionista obsesivo?—; la escritora Gertrude Stein, enamorada de los Picassos; Peggy Gugenheim; Richard Wallace, Lázaro Galdiano, los rusos Shchukin y Morozov…
¿Aquellos nichos vacíos, Doctor? Bueno, usted sabe que una colección nunca está completa. Pienso obtener alguna vez los cráneos de, por ejemplo, Roberto Carlos, que llegó a contar con un millón de amigos; o George Bush que, por su parte, llegó a poseer una basta colección de enemigos. Y es aquí, Doctor, que llegamos al meollo de nuestra reunión. A esta altura, espero que le haya quedado claro la sutileza de mi pequeño museo. Yo, Doctor, no colecciono calaveras. Colecciono coleccionistas. Y no podía pasar por alto su valía. Usted es un verdadero profesional, y de un renombre tal que prestigiará enormemente este recinto. Su colección filatélica está valuada en ¿cuánto? ¿diez, doce millones de dólares? Lo ve, Doctor. No podía dejarlo escapar. No tiene de qué preocuparse. En el té que usted tomó había una pequeña dosis de clostridium; suficiente para, lo habrá notado, dejarlo paralítico. En algunos minutos, no podrá respirar y morirá. No se preocupe. No sentirá nada cuando hierva su cabeza para extraer la carne y quedarme con su calavera que, ¿lo ve?, ocupará ese nicho destacado, tras mi escritorio. Al lado del nicho reservado a Maradona, gran coleccionista de elogios e insultos.

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