Era el tercer domingo de agosto y jugaba Boca. Los tres le habíamos prometido a papá ir a la cancha con él para festejar su día. El Día del Padre.
Me desperté temprano. Mis hermanos ya estaban levantados: Brenda jugando con sus muñecas, Javi con su videogame.
Fui hacia ellos en silencio, y en voz muy baja los convencí de que le fuésemos a preparar el desayuno a papá.En la cocina, luchando con una lata de atún, mamá cocinaba para el mediodía.
Hicimos tostadas con manteca y mermelada, café con leche, y exprimimos jugo de naranja: el desayuno preferido de papi.
Fuimos hasta la habitación en puntitas de pie, escoltando la bandeja como si en ella llevásemos la copa de cristal más valiosa del mundo.
Entramos haciendo equilibrio, y nos acercamos hasta su cama.
—¡¡¡Feliz día, papá!!! —gritamos los tres al unísono, destapándolo.
Pero lo que ciertamente destapamos fue… nada: papá se había levantado antes que nosotros. La poca luz, que borroneaba los contornos de las sábanas, nos había hecho creer que él todavía estaba acostado.
—¡Papá, papá! —lo llamó Brenda corriendo por el living.
—Debe estar en el baño —dijo mamá, con una voz rara.
Pero enseguida la puerta del baño abierta no fue lo único que nos desalentó.
—Se fue —Javi bajó los brazos, desconsolado, y las cosas de la bandeja se estrellaron contra el piso—. Papá se fue.
Pronto encontramos una carta que ya me sé de memoria:
Querida familia:
Lo único que puedo hacer es pedirles una y mil veces perdón. No quiero parecer un delincuente, huyendo así de mi familia. Ni quiero seguir mintiéndoles. Ni siquiera sé si esto es lo mejor. Pero es lo que tengo que hacer: juntar coraje y terminar con todo esto de una vez. Los quiere y los amará siempre,
Papá
Cuarenta años han pasado desde aquel día, y aunque siga llevando la inexplicable carta en el bolsillo, ya no lo busco más.
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