Persuadido de los pies a la cabeza acerca de las dificultades de un acceso carnal más o menos rápido, quise probar a ver si la convencía por el lado de la belleza romántica y de la caballerosidad.
A un precio que me pareció exagerado, compré un ramo de flores en el puesto vecino a la parada del colectivo. Viajé todo el tiempo con él y se lo entregué apenas abrió la puerta, unas dos horas más tarde, a la hora que ella me había indicado.
Ella lo recibió y, con una leve inclinación del cuerpo, después de agradecerme la puntualidad, me hizo pasar.
Ya en el interior de su hogar, miró por segunda o tercera vez el ramo y, qué original, dijo.
Se expresó, además, con palabras de agradecimiento.
Me ofreció una silla en la sala, que no era muy grande, más bien todo lo contrario.
Ella, después de dos o tres frases comunes, a las que contesté de la manera más común posible, sugirió poner las flores a buen resguardo.
Dijo que no la incomodaba en absoluto mi manera de tartamudear y aseguró confiar en que todavía le quedara un espacio libre en un lugar especial de la casa, al que le gustaba llamar “el vivero”, y que, si yo le concedía un permiso provisorio, ella saldría unos momentos de la sala y dispondría todo, tal como la ocasión lo merecía, dijo.
A su regreso, toda contenta, manifestó haber hallado el sitio justo, el último disponible en “el vivero”, así que bien pronto debería renovarlo. Agregó que había tenido un día ajetreado, muy movido, creo que dijo, pero eso no le importaba en absoluto y no quería convertir su pasado reciente en una excusa, según remarcó con una sonrisa. A continuación, comentó que me quedara tranquilo, que ya podía dejar de temblar tanto, que la brevedad de la vida la tenía apesadumbrada y que yo no me iría de allí sin antes tomar una linda copita de licor y sin haberme acostado con ella, aunque sea un ratito, dijo.
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