La mujer con la que me casé apareció este fin de semana (el sábado para ser más preciso) después de mucho tiempo de ausencia. Llevaba tacones, un vestido negro ceñido a la cintura, el pelo a lo Greta Garbo, el perfume que me vuelve loco y unos ojos grandes y llenos de pestañas (¿o cejas?, es que siempre las confundo). La boca sobresaliente en rojo esmaltado.
Como había recibido un pequeño aumento de sueldo, la llevé al mejor restaurante y después a bailar, para festejar su aparición y mi progreso. La pasamos muy bien, recordamos viejos tiempos y nos besamos como dos chiquillos.
Al llegar a la casa se me contrajo el estómago. Por eso le rogué al oído por última vez “no me vuelvas a dejar nunca”. Ella se metió en el baño en suite diciendo “no seas tontito”. Y me quedé mirando la puerta, sentado en el borde de la cama, como un perro esperando a su dueño fuera de la tienda.
Al rato, otra mujer, la de todos los días, la de las ojeras y los pelos desteñidos, se acostaba otra vez en mi cama con mismo pijama raído.
Sobre la autora: Samanta Ortega Ramos
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