El vehículo, que se había estado viendo como una bola de luz en el cielo nocturno, había aterrizado en aquella llanura helada, en algún lugar cercano al polo norte terrestre.
Alumbrado por unas lámparas de grasa de foca, un cazador inuit, que en ese momento descuartizaba una morsa delante de su iglú, era el único testigo de la escena. Pero continuó haciendo su tarea sin prestarle mayor atención. Tampoco aumentó su curiosidad cuando el alienígena que apareció al abrirse el platillo comenzó a deslizarse, como si bajara por una rampa mecánica invisible, hasta que tomó contacto con el suelo.
El marciano, incómodo al ver de que el cazador hacía caso omiso, decidió desplegar toda una batería de sus mejores habilidades. Empezó cambiando de tamaño y de color, haciendo que la sustancia viscosa que recubría su cuerpo tomara toda la gama de verdes posibles, mientras se elevaba y descendía a voluntad. Continuó la exhibición desmaterializándose y apareciéndose en otro lugar, como si de un fantasma venido de otro planeta se tratara. Pero el inuit seguía sin inmutarse.
Frustrado, el marciano exhibicionista trató de comunicarse telepáticamente con el terrestre, para preguntarle cómo cosmos podía encontrar tan poco interesante su espectáculo. Pero el inuit no contestó nada, sino que se limitó a señalar hacia el horizonte, donde aparecía la primera aurora boreal de esa noche. Flotaba bajo las estrellas del cielo nocturno, con matices verdes, naranjas y violáceos que el visitante nunca había visto antes. Cambiaba de forma y de tamaño, y se dilataba y contraía como un gigantesco fantasma de gas palpitante.
Después de verla sólo se le ocurrió subir de nuevo a su nave y marcharse. Eso sí, pensando en la forma de mejorar su número para una próxima ocasión. Si es que algún día decidía regresar por la Tierra.
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