viernes, 26 de febrero de 2010

Amor y muerte - José Vicente Ortuño


Amanecía. Sigiloso entró al dormitorio. La luz grisácea que entraba por el ventanal iluminaba a Belinda, que todavía dormía. Las sábanas, amontonadas a un lado, dejaban al descubierto las formas voluptuosas de su cuerpo apenas cubierto por un fino camisón. Un pequeño fruncimiento de las cejas indicaba que la perturbaba un sueño. Él se acercó al lecho y se deleitó contemplando el cuerpo de la mujer. Se excitó. Le hubiese gustado poseerla en ese instante, pero no quiso despertarla.
Entró en el baño, se quitó la ropa y la tiró al suelo. Dejó correr el agua caliente de la ducha sobre su cuerpo. En su mente todavía se repetían los últimos instantes de agonía de la desconocida, sacudida por sus postreros estertores. Lo había mirado a los ojos sin temor, sin resistencia; con anhelo. Se estremeció al recordar la excitación que le produjeron las convulsiones de la moribunda…

»Anochecía cuando llegó al cementerio. Se detuvo frente a la cancela con las manos en los bolsillos de la gabardina y observó las tumbas a la luz de la Luna. Empujó la verja. Las bisagras produjeron un quejido lastimero. Entró.
»El camino se internaba en el camposanto entre panteones centenarios y estatuas que parecían seguirle con sus miradas vacías. Tras las vidrieras de la capilla brillaba la luz mortecina de las velas, la única nota de color en aquel lugar en blanco y negro.
»Los cementerios le gustaban. Se sentía a gusto en ellos porque le recordaban su infancia, los veranos pasados en Greenland Manor, la hacienda familiar. Cerca de la mansión se erigía una capilla y tras esta el cementerio, donde pasaba horas entre las tumbas, inventando una la historia para cada uno de los nombres grabados en las lápidas. Añoró aquellos tiempos tan lejanos.
»Se detuvo frente un panteón de mármol blanco, rematado por la figura de un ángel en actitud implorante. La luz de la Luna lo hacía brillar contra la negrura del cielo, como una aparición.
»Por la puerta se escapaba un débil rayo de luz. Su instinto no le había fallado. Se asomó con la cautela del depredador nocturno. Una mujer estaba sentada con las manos en el regazo y la mirada en el suelo. Cuando Víctor entró ella no hizo ningún movimiento...

Conoció a Belinda en una de esas fiestas en las que una multitud de desconocidos interactúan sin llegar a conocerse. Aquella noche buscaba una presa y entre todas la eligió a ella. Sin embargo, le pareció tan especial… como otras antes que ella, recordó. Tenía debilidad por las mujeres bellas. Sabía que no debía implicarse con ninguna, pero cayó en la tentación de nuevo.
En general, cuando les decía que era inmortal todas quedaban fascinadas. Cuando les ofrecía la inmortalidad el poder las corrompía. Algunas, cuando descubrían el precio que debían de pagar por ella, lo consideraban un monstruo y querían escapar. Eso jamás podría permitirlo, nadie podía andar libre por el mundo sabiendo quien era. Eran las normas.
Víctor Hunsterblich, como todos los de su especie, había vivido mucho, a veces pensaba que demasiado. En ocasiones se daba por vencido e intentaba morir, pero después de consumirse durante años de ayuno, cambiaba de idea y reiniciaba a su vida en otro lugar. La última vez se asentó en una gran ciudad. Le gustaban las ciudades, estaban llenas de gente anónima, que nadie echaba de menos, como la mujer de la noche pasada...

»Ella parecía esperarlo. Se acercó hasta que la tuvo al alcance de la mano. Estaba muy triste y vulnerable. Se levantó y clavó en él sus ojos negros, brillantes por las lágrimas. No fue una mirada de temor, sino de súplica. Había dos ataúdes y sobre ellos sendas coronas cuyas cintas rezaban: “Vuestra amada esposa y madre no os olvida”.
»Dio un paso hacia ella. La rodeó con sus brazos. Ella apoyó la cabeza en su pecho. Sintió que la mujer temblaba y se estremecía. La estrechó con firmeza, olió su perfume y aspiró su vida…

Belinda no sabía quien era, la amaba y no deseaba estropear algo tan bello. Se acostó junto a su lado. Al sentirlo ella se arrebujó entre sus brazos. Él sintió su calidez, el olor de su piel, la fragancia de su aliento… y absorbió su vida hasta dejar su cuerpo convertido en un cascarón reseco.

Mientras se alejaba de la casa conduciendo su deportivo, se repetía sin cesar que los humanos eran sólo comida… ¡Pero las mujeres eran tan bellas!

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