domingo, 31 de enero de 2010

El ermitaño - Víctor Lorenzo Cinca


Llevaba cincuenta años malviviendo en aquella cueva, solo, aislado, evitando a toda costa el contacto con la gente. Había abandonado su hogar y su familia, muy joven, para alejarse de los peligros del mundo, pero paradójicamente eso también le había distanciado de los placeres que conllevan esas mismas tentaciones. Pasaba hambre y sed; sufría calor en verano y frío en invierno; vestía cuatro harapos y le dolía no poder comunicarse con nadie, porque pese a que le gustaba estar sin compañía ―o al menos eso creía a fuerza de costumbre― odiaba sentirse solo. Pero lo que más detestaba, más allá de las dificultades propias de la vida ascética y anacoreta, era haber pasado casi medio siglo pidiendo a Dios ―sin ningún resultado visible― una señal, cualquiera, un pequeño milagro, que le confirmara que su abandono del mundo no había sido en vano, que la decisión que había tomado hacía ya tanto tiempo, no había sido una estupidez. Pero jamás, en los cincuenta años de penitencia voluntaria, recibió respuesta alguna. Ni una leve experiencia mística, ni un minúsculo arrebato de éxtasis, ni la más mínima prueba ni visión paranormal que afianzara y ratificara su fe. Así que un día, harto del silencio del de arriba, y como ya empezaba a dudar de su existencia, comprendió que había malgastado su vida en aquella cueva y decidió matarse.
Se acercó a la orilla del río, se arrancó los colgajos de tela con los que a duras penas tapaba su cuerpo, y desnudo entró en el cauce. Como no sabía nadar, en pocos segundos desapareció bajo la fuerza de la corriente, que lo escupió a la superficie dos horas después, ya hinchado, muerto, y con un gracioso color azulado. Fue una lástima que nadie, ni siquiera él, pudiera ver cómo su cuerpo sin vida surcaba las aguas ―milagrosamente― río arriba, a contracorriente.

2 comentarios:

Ogui dijo...

Como siempre, brillante!

Víctor dijo...

Gracias de nuevo, Ogui. Y es que los milagros existen, aunque muchas veces no los vemos. Saludos.